Cangrejos rojos

Aterrizamos en el otro lado del mar. Un caparazón de  nubes grises nos reciben. Sobre los acantilados donde está el pequeño cementerio que huele a algas marinas, grupos de gaviotas hacen círculos interminables sobre los desnudos  peñascales que caen hacia la playa. En esa arena corretea media infancia y entre sus guijarros, escondidos en las pequeñas y angostas cuevas de los cangrejos rojos, aún deben estar escondidos algunos sueños y los primeros fantasmas que habrían de perseguirme después toda la vida.

 

A lo lejos, desde la parte vieja del camposanto, siento venir la  esencia de madre. Ella, cuando me presiente, mucho antes de que tan siquiera me acerque a las tapias, comienza a tararear  unas estrofas para confundir mi ánimo de espíritu. Su canción habla de ternura escondida en su corazón y como estará allí siempre para esperarme.

Me habla, casi de sopetón, de la Julia, la muchacha enterrada a su lado y que un buen día un gañán cosió a puñaladas.

 

Julia era una joven prostituta a quien el único hombre que tuvo de verdad y la marcó hasta lo más profundo de las entrañas, un mal día le arrebató  la sangre. Llegó al cementerio rota, hecha pedazos, y madre con mucha paciencia, usando   hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la gran guerra, fue reconstruyéndola de nuevo. A hora  Julia vuelve a cimbrear su cuerpo por entre los nichos, y más de un muerto se desespera por sus huesos. Tiene un amor silencioso, un general prusiano muerto en duelo de honor, que solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros tan profundos y hondos como si los surcos de la tierra temblaran de querencia.

-Pobrecito el hombre, comenta madre. Demasiada edad para la muchacha, pero no puede controlar su corazón y éste se le sale del cuerpo nada más verla. Ella está sola y golpeada, pensando siempre en aquel canalla que la encerró en esta parte de las sombras, pero el anciano general, solísimo. Jamás he visto que viniera a verlo nadie.

 

Al principio, hace de esto mucho tiempo, una señora de mediana edad solía traer un ramo de rosas blancas y la colocaba sin decir palabra sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas flores terminaron ellas también convertidas en polvo.

- El amor, madre, es una fruta que jamás está madura.

 Le digo que el general es de su misma edad y le puede ayudar a calentar la tumba, pero enseguida me corta: “El hombre es posible que necesite otro cuerpo para calentarse, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo he tenido muchos y llenan todas mis horas de soledad. Por otra parte, ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos”.

 

Abro un sobre y saco un libro: “Toma, estoy pagando una deuda contigo”.

Lo toma entre sus manos huesudas con venas interminables de un azul intenso. Lo mira despacio, lo acerca al rostro; sus ojos, ya cansinos, posan sobre él la poca luz que aún les queda. “¿Esta soy yo”, dice asombrada. Sí, madre. “Mucho he cambiado”. Creo que no tanto, pues para mí sigue siendo preciosa.

“Adulador”, expresa,  mientras aprieta  las pequeñas hojas contra su regazo.



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