Los efectos perniciosos de la acción de los especuladores

Capital «flight» es el movimiento de dinero en busca de mayor beneficio. Un flujo enorme de capitales que sale de un país y de tal dimensión que altera el sistema financiero. Según un apasionante artículo de Paolo Barnard, famoso y polémico periodista italiano, en las bolsas del mundo se mueven 525.000 billones de dólares en productos financieros de alto riesgo. Para entender mejor esa cifra vale tener presente que el PIB de España se sitúa entorno a los 1.400 billones y el de Estados Unidos en 15.000 billones. Más de las dos terceras partes de los países desarrollados dependen de las inversiones externas, con lo cual si éstas se colapsan o cambian de destino, alteran gravemente la creación de riqueza y de forma muy directa el mantenimiento del empleo.

Barnard describe como un puñado de inversores y especuladores internacionales están trastocando el equilibrio económico al haber introducido como práctica y también como dogma político el libre movimiento de capitales, no de mercancías y menos aún de personas, apoderándose de los mimbres del poder.

Un ejemplo del poder de los especuladores y de su responsabilidad en la actual crisis son las actuaciones de Josep Cossano, ejecutivo de AIG, la gran aseguradora americana de productos financieros, que acabó defraudando miles de millones de dólares y provocó la caída de JP Morgan, que recibió 350 millones de dólares como prima y que continúa en activo a través de empresas interpuestas, siendo un destacado contribuyente de los lobbies de Washington.

Otro conocido especulador en activo es George Soros, quien en una maniobra especulativa llegó a colapsar la libra esterlina, obteniendo beneficios superiores al billón de dólares. El broker que desde la BBC escandalizó a la opinión pública hablando sobre las oportunidades de enriquecimiento que proporcionaba la crisis no andaba muy descaminado.

Personajes de este estilo son capaces de mover cantidades enormes de dinero, provocando fuertes oscilaciones de la Bolsa y los mercados financieros, incluyendo la calificación de la deuda soberana y las maniobras de agencias que siembran el desconcierto. Deshacer esta maraña es tarea difícil porque «el sistema», que es algo más que los políticos, lo ha propiciado llevando hasta el extremo los principios del capitalismo liberal. Cada vez que se ha intentado una regulación de la actividad financiera y acabar con tanta impureza, surgen miles de inconvenientes que no proceden de los parlamentos democráticos, sino de esa especie de supergobierno mundial que está en manos de un puñado de burócratas que no se sabe muy bien a quién obedecen.

En la crisis actual habría que imputar, según Barnard, una gran parte de la culpa a la Organización Mundial de Comercio al imponer criterios restrictivos al control de los grandes bancos por los estados.

Ahora mismo, en Bruselas se va a debatir la propuesta de Barroso según la cual los bancos que reciban ayudas públicas no podrán repartir dividendos ni bonus a sus ejecutivos. Parece algo de sentido común, elemental, pero existen grandes dudas de que llegue a buen término. El «sistema», los dueños del capital «flight», los que produjeron la crisis, preparan sus estrategias



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