Paño de lágrimas

Como escribir es un ejercicio mental y una forma de perpetuo desahogo de  todas las nulidades y virtudes humanas, en momentos por los que estamos atravesando – conflictos bélicos graves en muchos lugares del planeta - , el Cosmos puede ser un gran paño de lágrimas que ayude, si tal vez eso sea posible, a  llenarnos de un poco de merecida esperanza.

 

 Y es que en la insondable historia del principio de las cosas, allí donde se debe hallar  el origen del Universo, solamente la fe puede dejar el misterio de la vida en manos de un Dios, aunque él sea también el mayor de los enigmas.

 

¿Qué había antes en ese espacio negro, profundo, inconmensurable y vacío en un 98 por ciento de la llamada “materia negra”?

 

 Un consomé de espacio  informe a una temperatura de millones de grados en el que se produjo lo que  un astrofísico inglés llamó  “Big Bang” – la gran explosión -, es decir el instante preciso en que el calor y la luz, en la cosmología moderna, se sitúa la creación del tiempo.

 

 Todo comenzó en esa millonésima de segundo en medio del caos más inimaginable, pues un momento antes no existía ni arriba ni abajo, aunque todo estuviera allí.

 

¿Hay  por tanto un antes y un después? La lógica humana, al no disponer de otro soporte, lo admite aún no pudiendo  definirlo con exactitud, aunque cualquier astrofísico moderno nos hablará  de la conveniencia de desconfiar de las extrapolaciones.

 

Contaba François-Marie Arouet, más conocido como  Voltaire, que si existe un reloj, debe haber un relojero. Ahora bien,  ¿es válido ese razonamiento para el “gran reloj” del Infinito? Sencillamente no, a no ser, claro está, que nos aferremos a la fe, y eso ya no será ciencia ni  verdad, sino una especie de revestimiento del alma.

 

 Algunos hombres siguen el sendero del filósofo alemán Federico Nietszche: “Dios, definitivamente, ha muerto”. ¿Es así?  Tampoco pueden explicarse eso, aunque innegables teorías de la creación dejan muy poco espacio para  la idea de un Supremo Ser.

 

 Una de ellas es que el Universo nació sin supuesta intervención divina y parece no tener ni fronteras, ni límites, ni principio ni fin, aunque esto pudiera no ser muy cierto. El “Big Bang” se reproduce una y otra vez hasta lo sempiterno.

 

 ¿Hasta que punto eso es innegable? Leon Lederman, lo resuelve: “Solamente Dios sabe lo que pasó en el principio de los tiempos”.

 

Posiblemente en ese instante, Jehová estaba jugando a los dados,  descifrando la cuadratura del círculo o comenzando a pensar en crear  un extraño ser humano para apaciguar  su inmensa soledad.

 

 Esto invita a recapacitar dentro de nuestro cotidiano microcosmos: los humanos  - y añadamos todo lo que forma la vida en  el planeta Tierra -  somos  solamente una mota de polvo en  la múltiple playa de la vida. Representamos poco o casi nada, pero concurre un prodigio: existimos, formamos parte de una mente poderosa, extraordinaria, excelsa, y una  historia que se teje cada día con nuestros anhelos y contrariedades.

 

En medio, poseemos un consuelo hermoso e incomparable: vivimos, amamos, sentimos, reímos, tenemos descendencia  y ojos para mirar la inmensidad de las estrellas, las mismas de las que hemos venido y, cuando llegue el momento, regresaremos a su encuentro.



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