La tormenta alrededor de la nueva obra de Juan Soto Ivars abre un debate mucho mayor: ¿por qué hay temas de los que España no quiere hablar?
Hay libros que generan debate, libros que generan discusión… y luego está el nuevo ensayo de Juan Soto Ivars, que ha generado algo mucho más grave: intentos de censura, presiones institucionales, amenazas, escraches y campañas coordinadas para impedir su presentación pública.
El libro, Esto no existe. Las denuncias falsas en violencia de género, no niega la violencia machista. No relativiza el sufrimiento de miles de mujeres. No pone en duda la existencia de agresores. Lo que hace es algo distinto, y aparentemente imperdonable:
se atreve a señalar lo que nadie quiere mirar.
Se atreve a decir que, aunque la violencia existe —y es terrible—, también existen:
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denuncias instrumentales,
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denuncias espurias,
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denuncias falsas,
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algunas usadas en divorcios, custodias o conflictos económicos
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y un sistema incapaz —o desinteresado— en contabilizarlas.
Ese gesto ha convertido al autor, de un día para otro, en objetivo de campañas de boicot, en protagonista involuntario de protestas y en testigo directo de cómo la libertad de expresión en España tiene límites que no figuran en ningún BOE.
Porque la verdadera pregunta que estalla hoy es esta:
¿Por qué en España hay temas que están prohibidos?
1. El libro como síntoma: cuando presentar un ensayo se convierte en un acto de riesgo
La presentación de Soto Ivars en Sevilla es un ejemplo perfecto del clima actual:
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colectivos pidiendo su prohibición,
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autoridades recibiendo presiones para cancelar el acto,
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el autor entrando entre insultos,
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amenazas a asistentes,
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acusaciones de “negacionismo” y “violencia simbólica” dirigidas a un escritor cuyo libro, paradójicamente, comienza afirmando que la violencia machista existe y es un problema gravísimo.
El ensayo no niega la violencia de género.
Lo que niega es algo distinto:
que no exista abuso del sistema.
que todas las denuncias sean sinceras.
que todas las mujeres denuncien por sufrimiento real.
que hablar del problema sea una forma de atacar a las víctimas.
Esa distinción, en España, es casi imposible de hacer sin consecuencias.
2. Los datos oficiales: una verdad parcial que se ha convertido en dogma
Las instituciones repiten el mismo número como si fuera una piedra sagrada:
0,01 % de denuncias falsas.
Un porcentaje tan microscópico que cualquiera que sugiera lo contrario queda automáticamente señalado.
Pero ese número no dice lo que parece, porque solo computa:
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denuncias perseguidas penalmente como falsas,
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y únicamente las que terminan en condena firme.
Es decir:
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una denuncia archivada no es falsa,
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una retractación no es falsa,
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una absolución no es falsa,
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una denuncia que se cae tras conseguir medidas civiles no es falsa,
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una denuncia incoherente tampoco.
No se investigan. No se revisan. No se cuentan.
El sistema, así construido, solo puede producir una cifra mínima.
No porque no existan denuncias falsas, sino porque las que existen no entran nunca en el embudo estadístico.
3. La zona gris que España no quiere debatir
Cuando Soto Ivars dice “Esto no existe”, no está hablando de las denuncias falsas, sino de su ausencia en el relato oficial.
Cualquiera que hable con operadores judiciales —jueces, fiscales, policías, abogados de familia— conoce la zona gris:
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denuncias presentadas en vísperas de custodia,
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medidas cautelares que cambian vidas en 24 horas,
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hombres expulsados de casas sin pruebas,
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denuncias que desaparecen cuando ya se consiguió una ventaja,
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procedimientos que acaban sin pruebas pero dejan un estigma irreversible.
Ese terreno no está contabilizado.
No está auditado.
No está estudiado.
Y, sobre todo, no está permitido hablar de él sin pagar un precio social.
4. ¿Por qué es un tabú? Porque hay mucho que perder si se abre el debate
En torno a la Ley de Violencia de Género se ha construido en dos décadas:
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un aparato institucional enorme,
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un sistema de subvenciones multimillonarias,
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redes de ONG y fundaciones íntegramente financiadas por este marco,
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consultoras, formadores, orientadores,
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programas europeos que exigen indicadores,
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estructuras administrativas que viven del relato dominante.
Todo eso no es negativo en sí mismo:
parte de ese entramado salva vidas reales cada año.
Pero sería ingenuo negar que hay intereses económicos y políticos en mantener intacta la narrativa:
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reconocer abusos del sistema implicaría auditorías, controles y reformas,
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admitir errores erosionaría la autoridad moral del discurso institucional,
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abrir el melón de las denuncias instrumentales obligaría a revisar fondos, contratos y protocolos.
Es decir:
la maquinaria funciona mejor si no se habla del problema.
5. El problema no es el libro. El problema es el país.
La reacción contra Soto Ivars no revela lo “peligroso” de su libro.
Revela la fragilidad del ecosistema político-cultural español, incapaz de sostener debates complejos sin recurrir a la censura social.
En Francia se habla del abuso del sistema judicial en divorcios.
En Alemania se estudian las denuncias instrumentales.
En Reino Unido hay informes oficiales sobre uso estratégico de leyes de protección.
¿En España?
En España, presentar un libro se convierte en un acto rodeado de gritos.
6. Hablar no mata. Callar sí.
La violencia machista existe. Mata. Destruye familias.
Pero, al mismo tiempo:
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existen denuncias falsas,
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denuncias manipuladas,
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denuncias instrumentales,
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y personas inocentes que han sido trituradas por un sistema que no supo distinguir.
Ambas realidades pueden coexistir.
Un país adulto debe ser capaz de hablar de las dos.
Porque lo contrario —el silencio obligatorio, el pensamiento único, el miedo a debatir—
no protege a las víctimas.
No mejora la ley.
No hace el sistema más justo.
Solo nos hace menos libres.
Se puede hablar de todo. Se debe hablar de todo. Que no nos callen.
El libro de Juan Soto Ivars no es una amenaza.
La amenaza es lo que su recepción revela:
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un país que teme a la conversación,
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instituciones que prefieren no mirar al lado incómodo,
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y una ciudadanía a la que se le dice que hay verdades que “no se deben decir”.
Hablar nunca destruye una democracia.
Callar, sí.
