Las calles de Oviedo y Gijón ayer amanecieron remotas, pero llenas de simbología: velas junto a portales, pintadas en zonas de bares, carteles improvisados, sidrerías poniendo sin pausa las primeras canciones de Ilegales y Extremoduro. Es un luto colectivo, visceral, sin protocolo. Porque hoy no solo se despide a dos músicos. Se despide una época. Una manera de entender el rock, la rebeldía, la Asturias de los 80 y 90.
En cuestión de 24 horas, se han ido dos nombres clave: uno, un icono de la Asturias industrial y combativa; el otro, la voz que convirtió la desesperación en poesía sucia, cruda, honesta.
Rock de cuencas, fábricas y bares: la voz de una Asturias industrial
Cuando suena un tema de Ilegales en un bar de Pola de Lena, Avilés o Mieres, no es nostalgia: es memoria viva. En los años 80 y 90, con minas cerrando, fábricas vaciándose y decenas de miles de jóvenes sin expectativas, surgió un pulso nuevo: escuchaban guitarras sucias, letras contra todo, rabia convertida en himno.
Para muchos, Jorge Martínez fue esa voz urgente que decía lo que nadie decía. Su guitarra chirriante y sus letras directas se convirtieron en banda sonora de un presente roto. Unidos a la miseria, al paro, al desencanto, al humo de sidra y tabaco barato.
Aquellos conciertos en polideportivos, en chigres y en locales de garaje fueron la plaza de encuentro de una juventud sin futuro, pero con ganas de ruido. Con Ilegales se aprendió a gritar “esto no puede seguir así”.
De ciudades vacías a corazones rotos: el salto con Extremoduro
Y luego llegó otra voz: más lenta, más desgarrada, más íntima. Una voz que convirtió la derrota en verso, la rabia en poesía, la miseria en confesión colectiva. Con su guitarra como cuchillo, con su palabra como puñal.
Con Extremoduro hubo otra Asturias posible: la de los bares de madrugada, la del curro precario, la de los sueños rotos y el orgullo herido. Letras dolorosas, sinceras; música áspera, emocional. Letras que escuchabas como quien confiesa un secreto al amigo que no te va a juzgar.
Ese rock no era fiesta, era supervivencia. No era postureo: era pura honestidad de barrio, cuenca y taberna. Y para muchos asturianos fue la banda sonora de crecer.
Voces del presente: quiénes crecieron con ellos
Hoy, en locales de conciertos asturianos, se mezclan caras jóvenes con ojos húmedos. Periodistas, promotores, músicos que hoy cabalgan en otro rock, en otras modas —pero llevan tatuado el legado de esa generación.
Un promotor de conciertos dice que no recuerda otra vez en la que Asturias haya llorado dos muertes importantes en 48 horas. Para él es el fin de un ciclo: “Se marcha la generación que no pidió permiso para cantar su injusticia”.
Un guitarrista asturiano de hoy confiesa que muchas de sus canciones nacieron de intentar explicar lo que escuchó en esos discos, reinterpretarlo en su mundo, con su entorno. Que sin ese rock, no habría aprendido a mirar a su generación con rabia, con ternura, con poesía sucia.
Una joven —que no llegaba a la adolescencia cuando se publicó el último álbum emblemático— dice que hoy puso Extremoduro en bucle. Que las letras le suenan a verdad gruesa, real, a casa, y que siente que se cierra un libro, pero que no se le olvidan las páginas.
Bares de rock, ecos de antaño, nuevos silencios
Los bares que durante décadas mezclaron sidra, humo y rock están vacíos de música propia esta mañana. Algunas paredes conservan pósters amarillentos. Algunas mesas guardan ceniceros con colillas negras. Pero el silencio pesa.
Muchos de esos bares, en Oviedo, Gijón, Avilés o Mieres, vieron moverse generaciones enteras: de críos sin futuro a currantes sin esperanza; de parados con guitarra a músicos con sueños. Allí se compartieron discos prestados, cervezas robadas, confidencias, odio, amor, desengaños.
Hoy las máquinas se limpian, las luces se apagan. Pero en los recovecos del local, entre olor a madera vieja, se siente un temblor: la nostalgia de un grito colectivo.
¿Quién recoge ahora el testigo del rock incómodo, áspero, nada complaciente?
Ese es el gran interrogante que late hoy en Asturias: con dos referentes muertos, ¿quién va a levantar la bandera del rock que duele, que no mira al calendario, que no busca modas ni mercado?
Porque no hablamos de éxitos fáciles, de reconciliaciones suaves, de pop domesticado. Hablamos de rock que sangra, que escuece, que incomoda. Rock de clases obreras, de heridas abiertas, de verdades que duelen.
Hoy, en la Asturias de 2025, donde la precariedad sigue siendo norma, donde la emigración se mantiene, donde los años pesan… ese rock tendría que volver a tener sentido. Pero necesita más que nostalgia: necesita jóvenes con rabia, músicos con compromiso, público que no quiera glamour sino verdad.
Este adiós no es un funeral más — es un capítulo cerrado
Se cierran dos trayectorias que marcaron una generación. Dos voces que gritaron fuerte cuando pocos querían oír. Dos estilos distintos, pero unidos por un pulso común: el de quien no renuncia a la autenticidad, al dolor, a la dignidad rota.
El adiós a ellos es también el adiós a una manera de mirar Asturias: su oscuridad, su humillación, su rabia, su piedra, su barro, su taberna, su rebeldía.
Pero la música no muere. Las letras quedan. Los discos resisten. Los recuerdos punzan. Y sobre todo, los ideales —aunque dormidos— siguen esperándonos.
Hoy se cierra un ciclo. Pero el grito, ese grito, aún espera ser recogido. Por quien se atreva.
