Robe Iniesta no fue solo el líder de Extremoduro. Fue, para mucha gente, el tipo que les enseñó que se podía ser frágil, sucio, tierno y brutal al mismo tiempo.
Su muerte, a los 63 años, ha caído como un mazazo generacional para miles de seguidores que lo consideraban una figura irrepetible del rock en castellano. La noticia llega cuando aún no se ha apagado el impacto por la muerte de Jorge Martínez, fundador de Ilegales. En apenas dos días se han ido dos columnas del rock español, dos voces que venían de los márgenes y terminaron marcando a varias generaciones.
La causa exacta del fallecimiento no ha trascendido por el momento. Se sabe que el año pasado tuvo que cancelar su gira después de un tromboembolismo pulmonar, aunque no hay confirmación de que su muerte esté relacionada con aquel episodio.
De Plasencia al mito: un autodidacta contra todo
Roberto Iniesta Ojea nació en Plasencia en 1962. Dejó los estudios pronto, trabajó con su padre y empezó a trastear con guitarras sin grandes planes más allá de hacer ruido y escribir lo que le hervía por dentro.
A finales de los 80 fundó Extremoduro y protagonizó una de las historias más legendarias del rock español: financió su primer disco vendiendo papeletas de una rifa para un concierto que no existía. Con aquel dinero grabó Rock transgresivo (1989), un álbum crudo, directo y rabioso que ya anticipaba el estilo inconfundible de la banda.
Lo que vino después fue una ascensión a base de instinto, calle y poesía sucia:
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Somos unos animales (1991) y Deltoya (1992) lo consolidaron como una voz generacional.
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¿Dónde están mis amigos? (1993) y Agila (1996) ampliaron el sonido de la banda e introdujeron arreglos más elaborados con la entrada de Iñaki “Uoho” Antón. Extremoduro pasó de ser un grupo de culto a llenar pabellones.
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Yo, minoría absoluta (2002), La ley innata (2008) y Material defectuoso (2011) mostraron la evolución de Robe hacia una música más introspectiva, menos visceral en apariencia, pero igual de profunda.
En paralelo nació uno de sus proyectos más queridos por los fans: Extrechinato y Tú, con el disco Poesía básica (2001), levantado sobre los poemas de Manolo Chinato. Aquello se convirtió en una obra de culto, un híbrido entre rock, spoken word y espiritualidad pagana.
Un lenguaje único: rock sucio, poesía alta
Robe no escribía letras: esculpía sentimientos. Metió a Neruda, a los poetas malditos y a Manolo Chinato en el mismo vaso donde ya había cerveza, drogas, sexo, culpa, misticismo y ternura.
Mientras otros grupos jugaban a la pose, Robe escribía desde la herida. Desde ese lugar incómodo del que sabe que está roto pero se niega a renunciar a la belleza. Por eso hoy se le describe como “poeta”, “filósofo del barro”, “último gran humanista del rock español”.
Sus letras hicieron algo que muy pocos logran: empoderaron al perdedor. Hablaron del que no encaja, del que se equivoca, del que está cansado del mundo. Pero también del amor absoluto, del ansia de libertad, del deseo de “ensanchar el alma”.
La caída, la limpieza, la madurez
Los 90 fueron años duros: drogas, excesos, conciertos imposibles y temporadas oscuras. Él mismo lo reconoció en múltiples ocasiones. Pero con el tiempo llegó una etapa de limpieza y transformación que se reflejó en su música: menos autodestrucción, más profundidad, más riesgo artístico.
Cuando Extremoduro entra en un largo parón y finalmente se confirma que la banda no volverá, muchos temen que se acabó la magia. Pero Robe resurge.
El Robe en solitario: el corazón sin parapetos
En 2015 publica Lo que aletea en nuestras cabezas, su primer trabajo en solitario. El cambio es evidente: canciones largas, atmósferas más experimentales, letras más existenciales.
Le siguen Destrozares, canciones para el final de los tiempos (2016), el directo Bienvenidos al temporal (2017), y más tarde los celebrados Mayéutica (2021) y Se nos lleva el aire (2024). En estos discos su voz suena más rota, más sabia, más honesta.
Su última gira, “Ni santos ni inocentes”, reunió a miles de seguidores en pabellones de toda España, demostrando que su vigencia artística no se había resentido lo más mínimo.
Una generación que se apaga, una influencia que no se va
La muerte de Robe, un día después de la de Jorge Martínez, deja una sensación amarga: se está apagando una generación irrepetible, la de los líderes musicales que hablaban sin filtros, que escribían desde las tripas, que no querían gustar y aun así lo lograron.
Robe ha dejado huella en:
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La música, influyendo a grupos de rock, indie, fusión e incluso rap.
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La literatura popular, metiendo poesía de alto vuelo en oídos que jamás habrían abierto un libro de versos.
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La identidad emocional de miles de personas que crecieron sintiendo que sus canciones les entendían mejor que nadie.
El hombre que enseñó a mucha gente a sentirse “rara” sin vergüenza
Por eso duele tanto su muerte. Porque para una enorme parte de su público, Robe no era un cantante, era una especie de hermano mayor al que uno escuchaba cuando estaba perdido.
Sus canciones acompañaron mudanzas, rupturas, trabajos precarios, noches infinitas, amistades salvadoras y descubrimientos vitales. Puso palabras a lo que muchos no sabían explicar.
Hasta siempre, Robe
Queda su discografía, sus proyectos paralelos, sus directos, sus entrevistas. Pero sobre todo quedan las historias personales tejidas con sus canciones.
Quedan los chavales que siguen descubriendo Agila.
Quedan las parejas que se enamoraron con “Standby”.
Quedan las amistades que se forjaron apretadas en un concierto suyo.
Y queda, sobre todo, una certeza rotunda: no habrá otro Robe Iniesta.
Que la tierra le sea leve. Y que quienes crecisteis con él, como tú, Roberto, sigáis tirando pa’lante con esa mezcla tan suya de ternura, crudeza y verdad.
