Hay galardones que nacen con vocación de eternidad y hay otros que, por exceso de brillo, terminan deslumbrándose a sí mismos. El Premio Planeta, antaño símbolo del prestigio literario español, parece haberse convertido —al menos en sus últimas ediciones— en un espejo deformante donde la literatura se confunde con el márketing, y el talento, con la cuota de pantalla.
La última edición, en la que Juan del Val se alzó con el millón de euros por Vera, una historia de amor, ha encendido de nuevo el fuego que nunca se apaga: el de la sospecha.
Y no por lo que cuenta la novela —que aún nadie ha tenido tiempo de leer en profundidad—, sino por quién la firma y dónde trabaja.
Un galardón que premia a su propio reflejo
Cuando el Grupo Planeta concede su máximo premio literario a un autor empleado de Atresmedia, cadena de televisión propiedad mayoritaria del mismo grupo, el eco es inevitable.
No hace falta ser malpensado para intuir que algo huele a circuito cerrado, a premio que se otorga dentro del propio ecosistema, como una palmada en la espalda entre compañeros de empresa que, además, se retransmite en prime time.
Ocurrió ya en 2023, cuando Sonsoles Ónega, recién aterrizada en Antena 3, recibió el mismo galardón en medio de aplausos, sonrisas y un murmullo subterráneo de incredulidad. Dos años después, la historia se repite con otro rostro televisivo, Juan del Val, marido de Nuria Roca, también del mismo grupo mediático.
La probabilidad estadística de que dos de los tres últimos Premios Planeta hayan recaído en trabajadores de Atresmedia raya la ciencia ficción. Pero en este país, donde la coincidencia se disfraza de costumbre, nadie se atreve a llamarla milagro.
Del Val, el enfant terrible domesticado
Juan del Val no es un recién llegado. Se presenta como escritor sin complejos, provocador, enemigo de las élites literarias, un hombre que dice escribir “para la gente que no presume de leer”.
Su discurso encaja con la narrativa de la época: la del autor cercano, espontáneo, accesible, casi un personaje de reality show que escribe novelas con estructura de prime time.
Sus libros —Candela, Delparaíso, y ahora Vera— son retratos de una clase media desorientada, narrados con prosa ágil, diálogos afilados y un estilo más televisivo que literario.
Y eso no es un insulto, sino un diagnóstico.
Del Val escribe como habla, y habla como un hombre que ha entendido que, en la España contemporánea, el éxito se mide no por la hondura del texto, sino por su viralidad.
No es un impostor: es un síntoma.
Pero que el Planeta —esa joya que pretendía coronar la excelencia narrativa— haya premiado al síntoma en lugar de al remedio es una señal preocupante.
Significa que el poder editorial ha decidido confundir el impacto con la importancia, la popularidad con el valor.
La ceremonia del márketing
Nadie discute que el Premio Planeta es una máquina perfecta de promoción. Lo ha sido siempre.
Pero antes, esa maquinaria se alimentaba de literatura, y ahora parece nutrirse de televisión.
El grupo mediático que lo concede también lo promociona, lo entrevista, lo emite, lo aplaude y lo multiplica.
El autor galardonado, convertido en producto multicanal, salta de las páginas a los platós con la misma naturalidad con la que una novela se convierte en trending topic.
La literatura se convierte así en un acto de marketing inverso: ya no se escribe para obtener un premio, sino para encajar en la estrategia de comunicación del conglomerado que lo otorga.
El premio ya no consagra al escritor: lo recicla como contenido.
El eco de los jurados
El jurado del Planeta sigue siendo impecable sobre el papel: Eslava Galán, Carmen Posadas, Luz Gabás, Pere Gimferrer... nombres de peso.
Pero su voto, amparado por la “secretaria con voto” de la editorial, parece cada vez más condicionado por los intereses cruzados del grupo que financia, publica y publicita.
El resultado es un galardón atrapado entre el talento y la conveniencia, donde el arte se mide en cifras de share y el veredicto se anuncia con iluminación de gala y audiencia millonaria.
Una vieja sospecha con traje nuevo
No es la primera vez que el Planeta despierta sospechas de parcialidad.
Desde la época de Carmen Mola —y aquel seudónimo triplemente masculino que dinamizó la polémica— hasta el triunfo de Sonsoles Ónega, el premio ha dejado de ser únicamente un reconocimiento literario para convertirse en una operación de visibilidad corporativa.
La diferencia es que ahora ya no se disimula.
Las redes sociales, implacables, han hecho el resto: Rosa Villacastín, Antonio Maestre y Euprepio Padula han puesto negro sobre blanco lo que muchos piensan en voz baja:
que el Premio Planeta ha dejado de premiar la literatura para premiarse a sí mismo.
Entre el mármol y el escaparate
Y sin embargo —porque la paradoja también es española—, el Planeta sigue siendo el premio más vendido, más leído y más buscado.
Como una reliquia que aún brilla aunque su oro esté manchado.
Porque el lector, fiel, sigue comprando aquello que se le presenta como grande, y el Planeta, en eso, sigue siendo el mejor actor de su propio teatro.
La diferencia es que ahora ese teatro ya no huele a tinta ni a papel, sino a plató, a foco, a maquillaje y a guion.
Y entre tanto aplauso y confeti, la literatura, esa palabra que debería ser el alma de la fiesta, se ha quedado mirando desde la puerta, sin invitación.
Epílogo
El problema no es Juan del Val —que escribe con dignidad lo que sabe escribir—, sino el ecosistema que lo eleva por conveniencia.
El verdadero drama es que el Planeta, que antaño fue la cima, hoy parece el decorado de un éxito anunciado.
Un éxito que, como todo decorado, se desmonta cuando se apagan las luces.