“No nos vamos sin acuerdo”: la noche en que 2.000 docentes tomaron Llamaquique como si fuera su última clase

“No nos vamos sin acuerdo”: la noche en que 2.000 docentes tomaron Llamaquique como si fuera su última clase

En la calle, madres con bebés, pancartas caseras y bocinas ensordecedoras. Dentro, siete horas de negociación estancada. Afuera, una sola consigna: resistir. Así se vivió el pulso más largo (y ruidoso) de la huelga educativa en Asturias.

 

A las cuatro de la tarde, Llamaquique dejó de ser una zona administrativa gris de Oviedo. En sus aceras, patios y accesos, más de dos mil personas del ámbito educativo se apretaban hombro con hombro con una única consigna: no retroceder. Cuando los representantes sindicales llegaron para una nueva sesión de negociación con el Gobierno, la ovación fue tan atronadora como desesperada.

Era el día señalado. El día en que todos querían que pasara algo. O todo.

La educación pública, fuera del aula y en pie de calle

No se trataba de una simple concentración. Aquello tenía algo de campamento de resistencia, algo de asamblea social y algo, también, de aula colectiva donde la lección era la dignidad. Nadie parecía dispuesto a marcharse. Algunas profesoras amamantaban a sus bebés sentadas sobre mochilas. Algunos padres, en silencio, sostenían carteles escritos con rotulador sobre cartón: “Si creéis en la igualdad, invertid en educación especial”, decía uno. Otro, más irónico, leía: “Vas con siete díes de retrasu curricular”.

A los costados, en el centro cívico, los supermercados hacían el agosto. Agua, frutos secos, cafés para llevar… la rutina de los manifestantes se sostenía con lo mínimo. Pero la energía no faltaba.

A medida que caía la tarde, el ambiente no se desinflaba. Al contrario, el eco de las bubucelas, las cornetas y los cánticos hacía temblar los ventanales. Algunos llevaban tapones en los oídos. Otros, auriculares. Todos llevaban la voz lista para gritar otra vez.

Siete horas y ninguna rendición

Pasaron las horas. Siete, en total. Dentro, los sindicatos y el Gobierno intercambiaban cifras y argumentos. Fuera, no se movía nadie. Cada vez que llegaba un rumor de estancamiento en la negociación, el clamor se reactivaba: "¡No nos vamos sin acuerdo!". Era un mantra. Una forma de decir que aquello no iba de aguantar hasta que pase el chaparrón, sino de estar hasta que pase algo.

Algunos docentes habían dormido la noche anterior encerrados en sus centros escolares. Otros llegaban de toda Asturias. Lo sabían: no era un día cualquiera. “Lo que no se gane hoy, costará años recuperarlo”, comentaba alguien en voz baja a su compañera. Ella asentía, mirando de reojo a su hija, dormida sobre una manta improvisada.

Cuando la calle educa

No hubo discursos oficiales, ni tribunas. La fuerza venía del ruido, de los carteles caseros, del murmullo incesante, de ese gesto de comunidad que no necesita altavoz para ser nítido. Era como si el colectivo docente se hubiera convertido, por unas horas, en un cuerpo vivo, resistente y colectivo, más allá de la variedad de siglas, especialidades o destinos.

En ese ruido, también estaba el mensaje. No solo para quienes negociaban dentro, sino para quienes miraban desde fuera. Los ciudadanos. Las familias. La administración.

Un sistema que cruje

Las asociaciones de madres y padres no tardaron en hacer público su apoyo. Casi 150 AMPA suscribieron un manifiesto en el que reclamaban lo mismo que gritaban las pancartas: comedores todo el curso, personal de apoyo, servicios de conciliación dignos y menos carga sobre los equipos docentes. El mensaje era claro: la educación no se sostiene solo con vocación.

Desde dentro del sistema, más de 100 directores de centros públicos amenazaban con dimitir en bloque si no se abordaban de inmediato los problemas estructurales que arrastran los colegios asturianos desde hace años.

Hasta que caiga la noche… o llegue un acuerdo

La concentración no se disolvió al caer la noche. Al contrario: cuando oscureció, nadie se movió. Algún niño merendaba al borde de una mochila. Una profesora, envuelta en una manta, compartía galletas con un grupo de compañeras. Era la imagen de una huelga que ya no era solo una demanda salarial, sino un grito estructural.

Una lucha por tiempo, por recursos, por respeto. Por no seguir enseñando en condiciones que muchos califican de límites. Por no seguir callando mientras crece la carga y disminuyen los medios.

Esa noche no hubo acuerdo. Pero tampoco hubo retirada.
Y como en las mejores clases, lo más importante no fue la lección del día, sino lo que se decidió no olvidar.

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