Hay días que no deberían existir. Días que parten en dos la vida de una comunidad. Días que dejan un silencio tan espeso que ni el mugido de las vacas ni el canto de los pájaros logran atravesar. Eso ha pasado en Coaña, en la ganadería Cancello, donde tres hombres buenos, trabajadores, padres, vecinos, se fueron para siempre en una mañana que comenzó como otra cualquiera y terminó con el mundo patas arriba.
Allí, entre vigas y hormigón, bajo el esqueleto de una nave ganadera que prometía futuro, se apagaron tres vidas que merecían seguir iluminando el mundo.
Pedro González Artime, el número uno
Pedro era de esos hombres que te arreglan una máquina de ordeño con una sonrisa, pero también te arreglan el día. Era de Gozón, pero vivía en Gijón. Casado con su novia de siempre, padre de una niña de once años, llevaba la sidra en el alma, pero el amor por las vacas en la sangre.
Nacido en la explotación de La Llonguera, en La Ren, Pedro había heredado de su padre el don de ir siempre un paso por delante. Cuando otros pensaban en el presente, Pedro ya soñaba con cómo mejorar la genética del rebaño, cómo instalar el sistema más eficiente para que las vacas vivieran mejor, cómo hacer que el campo tuviera futuro. Por eso todos los ganaderos le conocían. Y por eso le querían.
Murió mientras trabajaba, como vivió: entregado, comprometido, incansable. Su hermano Juanjo, muy activo en las movilizaciones del sector, ha recibido innumerables mensajes de apoyo. Desde la Unión Rural Asturiana, desde su concejo, desde toda Asturias. Porque Pedro no era solo un técnico: era el alma de un oficio.
Daniel Sánchez Llanes, el bromista de la hormigonera
Daniel era alegría. Un vecino de Serantes, en Tapia de Casariego, aunque nacido en El Franco. Tenía 52 años y un corazón que siempre iba a contracorriente: grande, generoso, divertido.
Conducía una hormigonera para Horvalsa, la empresa que estaba sirviendo el material para la obra de Cancello. Lo que nadie podía prever es que ese jueves su vehículo quedaría atrapado bajo los escombros.
Quienes le conocían no pueden hablar de él sin sonreír con los ojos nublados. “Siempre tenía una broma a mano”, dicen. Y añaden que, en sus años jóvenes, fue remero de traineras en el Club de Mar de Castropol, otra pasión que le enseñó que remar en equipo es la única forma de llegar lejos.
Estaba casado. Y se ha ido sin previo aviso, dejando tras de sí una estela de afecto que se palpa en cada llamada, en cada mensaje, en cada lágrima.
Félix Manuel Arias Díaz, “Félix el de La Canar”
Félix, de 60 años, era de esos hombres que no saben parar quietos. Nacido en El Pedregal, en Tineo, llevaba ya años residiendo en Villapedre, Navia, por trabajo. Allí había encontrado su lugar, después de sobrevivir a un accidente en la mina y reinventarse como tractorista.
Trabajaba para la ganadería Cancello desde hacía tiempo. Era de confianza. Fuerte, noble, servicial. Lo mismo araba un prado que montaba un cierre. Lo mismo recorría 100 kilómetros que se subía al tractor con el primer rayo de sol. Y cuando podía, volvía los fines de semana a ver a su hijo, que aún vive en la casa familiar. También tenía una hija.
“Era un paisanín de esos buenos”, dicen en su pueblo. “Un currante de los que ya no quedan”. Y en Ondinas, en Tineo, donde ya no vivía pero donde nunca dejó de ser de allí, se ha sentido su muerte como si se hubiese caído la casa de todos.
Asturias llora con ellos
Esta no es una noticia para hablar de un accidente. Esta es una noticia para hablar del vacío que queda cuando un amigo no vuelve del tajo. Cuando una niña pregunta por su padre y no hay respuesta. Cuando una mujer se sienta en la cocina y lo único que escucha es el silencio.
Asturias está de luto. Pero también está de pie. Porque si algo enseña la tierra asturiana es a resistir. Y a recordar. Y a honrar a los suyos.
A Pedro, a Daniel, a Félix. Gracias por tanto. Perdonadnos por tan poco. Que la tierra que tanto trabajasteis os sea leve.