Pacienzudo Platero

Todo es bueno y malo a la vez. Cuanto somos, ocurre o nos pasa, tiene las dos vertientes y para llamar solana a la parte de halda de monte que mira al sur, tiene que haber un aveisío, dice el paisano, que mira al norte. La sombra y la luz.

Un político, un economista, cualquier maestro deberían retirarse tras de poco tiempo en el poder que corrompe, pero sería malo que se fueran, si son buenos gestor de la república, porque la experiencia suma capacidad y añade eficacia.

De lo que no cabe duda es de que no vale quien lo acredita y permanece sumido en supuestas meditaciones estériles. En cierta ocasión, iba yo, niño casi, de viaje con mi padre y señalando un burro, quieto en el prado junto a la carretera, me dijo con su sorna que así hay muchos humanos, sumidos en hondos pensamientos, pero que pasan los años y jamás los cuentan a nadie.

-¿Te imaginas –me preguntó retórico- lo que nos podrán contar cuando se decidan a hablarnos?

El más o menos pacífico asno, que no faltaba antes en ninguna quintana, servía al menos para llevar y traer las alforjas al mercado semanal. Y aún así, la tecnología lo mudó sucesivamente a la vespa y el seiscientos, como competidores del haiga metido bajo en hórreo o a duras penas en el henil cuando volvían los emigrantes, con sus videocámaras primeras, descomunales, y se filmaban en las escaleras de la casona, agitando la mano, triunfantes. Allá, nomás, contaban, todo el mundo tiene coche y frigorífico, y la abuela desdentada, volviéndose asombrada: ¿ya qué vien ser eso del jeroglífico?

Mi padre, viudo demasiado joven, que se recasó demasiado tarde y se nos murió, a su segunda tanda de hijos, demasiado pronto, era tajante en sus apreciaciones. Otro día me dijo que vista la escasa afición que tenía a la constancia en el estudio, nunca llegaría a nada. Me lo esculpió en el alma. Todavía hoy, cuando advierto la razón que tenía, duele la quemazón del latigazo. Quien más te quiere, o a quien más quieres, te hará llorar. Mi hermana, que también murió demasiado pronto, entre los vapores de una anestesia tras de una operación quirúrgica, me retrató, supongo que sin saberlo, y dejó otra herida incurable. Tal vez valga más que los burrillos que quedan, esos plateros blandos, engañosos, tercos en ese parón que de repente suelen ensayar cuanto te subes a su lomo y te tiran por encima de sus orejas, permanezcan callados.



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