Juan Ignacio Ruiz de la Peña, In memoriam

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Justo hace treinta años, por estas fechas, leía mi tesina sobre La Condición Jurídica de la Mujer en la Edad Media dirigida por Juan Ignacio Ruiz de la Peña, la persona más influyente en aquella época de mi vida. Dos años antes me había presentando en su despacho buscando tema y, adivinándome –supongo que generación tras generación para él éramos transparentes-, me dijo: “Ahora están empezando a realizarse estudios sobre la mujer, con lo feminista que tú eres, creo que te va a encajar”. Como un guante, bien lo sabía. Creo que comentaba la anécdota cuando les hablaba de mi Gontrodo, la hija de la luna a sus alumnos. Fue un magnífico y entrañable profesor, sin embargo, pese a las matrículas de honor y el cum laude, pese a haberme descubierto La ciudad de las mujeres no es en el plano académico donde le guardo un recuerdo imborrable, sino en el personal.

Mis frecuentes visitas al Departamento y posteriormente al Decanato, solían acabar en interminables charlas sobre lo divino y lo humano, la Historia, la memoria, el aprendizaje “Sabemos cada vez más de cada vez menos para llegar a saberlo casi todo de casi nada”, protestaba frente a la hiper especialización y la pérdida de los valores y esencias humanistas. Y risas, muchas risas entre un pitín y un culín de sidra.

Cuando la Editorial Ayalga buscó “joven promesa” para escribir la Breve Historia de Asturias, él me propuso y luego yo le invité a participar en varios episodios del programa de TVE Institución del Principado. También el verano que fui secretaria de los Cursos de Extensión Universitaria mantuvimos una estrecha relación. Ayer, revisando las dedicatorias suyas que a lo largo de los años he coleccionado en los numerosos libros que escribió, me encontré descrita como todavía soy, con la agudeza y el cariño a que su persona nos tenía acostumbrados. Yo le llamaba Nachín y el me llamaba Pilarina. Me definía como “iconoclasta” , supongo que, en cierta forma, rompía sus esquemas.

En Oviedo, en Xixón, en Llanes o en su Andrín del alma, donde quiera que nos encontráramos, surgía la chispa de los viejos tiempos. Podría llenar folios con anécdotas, libros con sus enseñanzas. En el anaquel del tiempo, guardo una botella con su nombre y, al descorcharla, recupero los días de luz suave, el olor a papel y cera, a madera y tinta. Y su sonrisa permanente me inunda, y sus palabras amables me reconfortan y su empuje me hace mirar adelante, porque, como decía Bernardo de Chartres -a Nacho le gustaba citarlo-, “somos enanos encaramados a hombros de gigantes”. Y Juan Ignacio Ruiz de la Peña fue mi gigante particular.

Todo mi cariño, para ti, Isabel, y para las niñas de sus ojos y esos nietinos que le hicieron volver a la infancia otra vez.



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