Quimeras

El novelista armenio William Saroyan escribió unas  cartas  literarias desde la Rue Taitbout, travesía con tiestos de geranios en los balcones que estos días de  tenue sol otoñal  invitan sutilmente a un corto recorrido en un París bohemio venido a menos entre los barrios mohínos de nuestra perdida mocedad.   

 

De Saroyan,  Jorge Luis Borges o  Edith Hamilton – “El camino de los griegos” -  venimos pretendiendo asimilar   los secretos de sus literaturas pasmosas. Tarea impúdicamente anhelada al ser un reto que nunca tendrá recompensa, al faltar sobre ella el ardor  del hálito cuando aún vamos al encuentro de los cerezos marchitos  convertidos ahora  - o quizás siempre lo fueron - en hermosas alucinaciones mancilladas en la ciudad francesa de indivisos   afanes. 

 

 Cada día el escribidor suele unir frases, la mayoría de las veces con poco o mucho esfuerzo dependiendo de las honduras interiores. 

 

 Uno reverdece de diversas maneras, solamente el tiempo  va dejando en los ramales de la piel  las quimeras convertidas en suspiros cruzados,  madreselvas  o tilos desmembrados.

 

 En el  terrenal donde moramos actualmente arropados en cierto paisaje levantino del mar Mediterráneo, estamos  acompañados de libros arcaicos, aquellos  que he podido proteger en este    éxodo pautado.

 

 Uno vive de diversas maneras, y aún así siempre recordando. Somos hombres de secano,  resquebrajadas miradas y nostalgias que no desaparecen.

 

Escribir nos cuesta en demasía. Se hace repecho abatido.  Toda una existencia intentando hacerlo y no hemos podido, a pesar de los años transcurridos, llegar a rozar un compendio creativo verdaderamente emocional. Una parte larga de la existencia la hemos perdido en ese intento angustioso. Rellenar folios no era nuestro destino palmario.

 

 Aún  así, y sabiéndonos construidos de malogros,   no nos  hemos entregado a la frustración desconsolada. Nuestra terquedad continúa intacta.

 

Solamente los sensitivos escritores mimados de genialidad e intelecto son capaces de crear, ante una hojuela caída del árbol, el canto de un ave, la voz de un niño o cierta ráfaga inflamado en el corazón, una elegía que trascienda más allá de la propia mortaja  a ras de tierra o del sepulcro encanecido.

 

 A nosotros no nos cuesta garrapatear palabras, tenemos  el llamado “oficio” o imperceptible materia;  eso vale poco o nada al momento de  concebir páginas perennes, esas que cuando otros las leen, sienten una conmoción interior confusa  de explicar,  y que como el buen vino, dejan un poso en los labios, cierta sensación de placer indescriptible.


Hay compendios que  enseñan a escribir, y deben  ser tan nulos como un tratado de ternura con  la amante soñada.



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