África afligida

La pasada semana el pontífice Francisco volvió  a dar un paso  de recóndito sentido humanístico, ese camino que ha tomando en su perseverancia de hacer de la Iglesia Católica ejemplo de humildad y caridad. Su primer viaje fuera de los muros del Vaticano no ha sido a un país recubierto de oropeles y recibimiento multitudinario: fue, como un doliente peregrino,  a Lampedusa, una pequeña isla italiana entre Sicilia y Túnez. En lugar de un  lujoso papamóvil, lo hizo en el destartalado jeep de un vecino del lugar.

 

La isla, además del turismo, es conocida por el desembarco continuo de emigrantes que llegan de la cercana África,  tras recorrer en condiciones paupérrimas miles de kilómetros. Muchos no tocan la costa, mueren antes de rozar el sueño que anhelaban. Desde el pasado mes de mayo se recogieron  21 cadáveres.

 

Francisco habló con esa franqueza que el mundo ya admira. Denunció el egoísmo occidental ante el sufrimiento de los emigrantes. Y dijo palabras que conmovieron hasta a las piedras recalentadas en la canícula del verano.

 

“¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban  sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cosas para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto”.

 

Una de las razones aprendidas cuando se lee Historia es que el mundo está dominado siempre a razón de la ley del más fuerte; las naciones se miden en potencia militar y en términos de comercio internacional. Y razón no falta a esos analistas. Los pueblos no tienen amigos, sino intereses. Con ese decálogo se mueven.

 

 África era una inmensa porción de tierra “fuera del juego”. Hasta 1994 no representaba nada más que el 1 por ciento de las exportaciones internacionales. Es decir, en un mundo evaluado en términos de mercado, el continente tiene  muy poco peso, aunque eso parece estar cambiado un poco. Lentamente sin duda, pero lo hace.

 

Las grandes potencias  cuentan con una política africana solamente en el orden comercial o estratégico. Eso que llamamos los Derechos Humanos, la solidaridad, la ayuda al prójimo, no es algo preocupante, de lo contrario no contemplaríamos los amargos y quejumbrosos espectáculos de hambre, miseria y muerte violenta que suceden, como una cadena hiriente y sin fin, en muchos puntos de ese conglomerado humano que cada día los medios de comunicación nos introducen en la mirada.

 

Uno, en estas circunstancias, aunque fuera solamente para   intentar no desgarrarse, debería recordar los poemas mulatos de  Nicolás Guillén envueltos en “Sóngoro Cosongo”.

 

 “Vine en un barco negrero. / Me trajeron.  / Caña y látigo el ingenio. / Sol de hierro. / Sudor como caramelo. /  Pie en el cepo.”

El  Vicario de Cristo venido de Suramérica, desnudo nuestra conciencia. Cuando habló, las lágrimas se expandieron sobre la isla pensando en esos desterrados soñadores con arenales deslumbrantes, litorales verdes, ríos de agua clara, plan blanco, leche tibia, y todo ello en medio de noches claras, diáfanas y serenas, no obstante,  a lo más que suelen  llegar es a sentir la muerte envuelta en espuma furiosa, tragándolos hasta depositarlos  en el fondo de las aguas embravecidas del “Mare Nostrum”.



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