Pan y calamares

Escribo en un bar de la Gran Vía. Sobre  esta avenida madrileña se han ido los sensitivos anhelos de mi aliento. En ella me hice hombre doliente. Desde aquí hasta el barrio de “Cuatro Caminos” nos alimentábamos de pan y calamares fritos; otros lo hicieron con chusco y cebolla.

 

Mi niñez es un viento que se ha quedado entre las retinas de los ojos. Yo no vengo a  esta tierra a sentir el viento o el mar, ni siquiera a contemplar a Velázquez, El Greco o Picasso. Solamente estoy aquí para hablar sobre la tumba de madre muerta, palpar sus cicatrices y sentir la congoja que la inunda.

 

Ella y yo tenemos un diálogo interrumpido. En el camposanto cubierto de árboles y el viejo roble de los nidos de cuco de nuestra infancia, madre volvió a sorprenderme. Sus palabras caben en aquellos versos de Antonio Machado: “Ya había cigüeñas al sol/ mirando la tarde vieja/ entre Moncayo y Urbión”. Sin ella darse cuenta, o acaso sí, me lleva suavemente  con querencias  y afectos  hacia  esta tierra.

 

Ya soy un extraño. Un indiano. Camino entre cerros, veredas, ciudades, lagunas, ríos y rocales sin que nadie, ni los gorriones de casero vuelo, noten mi presencia. Ante esto puedo decir, cual Francisco Umbral, “yo no sé si hay España, pero lo que sé es que en la historia ha habido varias docena de españoles cojonudos”. Mi madre sonríe. De todo su encanto, aquel pelo negro, sedoso, ondulante, y su rostro limpio en el que dos ojos también negros resaltaban su redondez, solamente quedan unos dientes blancos, purísimos, algodonados, y habla desde su propia muerte columpiándose en mis eternos miedos.

 

¿Ya te aburriste de dar vueltas por los senderos sin fin?

 

-Estoy cansado madre,  y aún así  sereno conmigo mismo. Puede ser que sea resignación. Tú me enseñaste a seducir las cosas según se van se van sintiendo.

 

-Te contemplo doliente. Eso me dice que ya no regresarás. Vete ya. La niebla baja con prisa y no es bueno que ella te encuentre. Es una de mis mejores compañías y siente  peregrinos celos.

 

Quise hacer una carta descriptiva pequeña, y terminó siendo nuevamente un pedazo de mi nostalgia interior.

 

Y aquí  me hallo, en un bar de la Gran Vía madrileña, rodeado de jamones ibéricos de bellota, de Jabugo, de tierra de Huelva, escribiendo como en los viejos tiempos, a mano. Alzo los ojos y una anciana, pelo nevado, pulcramente vestida me observa detenidamente. En esta hora de la mañana, el bar es un hervidero de personas haciendo el eterno juego de todo buen español: hablar mal del gobierno y de la oposición.


Lo expresaba Manuel Azaña: cuando hay dos españoles reunidos, se crea un partido político.



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