Amor y sangre

La frase, conocida, refleja de una manare concluyente  y manifiesta,   la verdad existencial de la  raza humana: Nada de lo humano me es extraño”.

 

 La expresó  el alsaciano,  Albert Schweitzer, Premio Nobel de la Paz en el siglo pasado,  tras un largo recorrido  entre los vericuetos de la barbarie creciendo cual yedras,  en las entrañas de cada  prójimo.

 

Había sido en larga existencia,  médico, filósofo y  teólogo. Además, una persona buena en el sentido humanístico que a esa palabra le daba el poeta Antonio Machado.

 

“Nada de los humano me es extraño”, vino a mi memoria  cual madero sobre el mar océano embravecido, estando leyendo a dos europeos que le han dedicado algunos años al estudio  de los talibanes, a partir de una realidad quejumbrosa y trágica   para lo que poseemos un concepto apocalíptico de esa secta fundamentalista cuyo ideal más excelso y único es la de imponer, a sangre y muerte, la doctrina del Islam  haciendo uso de la fuerza sin la menor piedad posible.

 

Son sanguinarios con el mismo talante que aquel personaje llamado Hassán Ibn Sabbah -  “El viejo de la montaña” en las páginas crueles de la historia - , cuya sociedad, la de los asesinos, se asentó en la promesas hechas por el profeta Mahoma de ofrecer el paraíso a quien matara a granel  al infiel  indigno.

 

La secta, tras organizar una casta secreta, la brutalidad no le impidió gozar de la naturaleza, crear una existencia bucólica, tañer instrumentos de cuerda y crear una  atractiva, aunque corta,  literatura poética.

 

  Igualmente parece suceder con los talibanes. Exterminan sin miramiento, llenan a medio planeta de terror, y no por ello han dejado de transmitir  en pequeños textos sus románticas sensaciones de espanto temible:

 

 “Nunca aceptaré una vida donde tenga que arrodillarme ante otros.Sacrifico y mi sangre por la gente oprimida”. El poema  lo escribió un vehemente llamado de Tariq Ahmadzai.

 

Cada uno de esas odas, versos o  apología del intrínseco mal, ofrece un trasfondo lóbrego de horror, expiración y una aridez interior de espanto.

 

Algunos poemas ofrecen el cliché del resentimiento entremezclado de angustia:

 

 “Vivo lleno de espinas, como las flores / soy un afgano que vive en el valle, / no me gustan los palacios de nadie (…) / la luz ha abandonado mi país. / Caigo en todas direcciones, vivo en la oscuridad”.

 

En los versos anteriores a los atentados contra las Torres Gemelas, ya se detecta la venganza hacia Occidente: “Os daré una lección a modo de ejemplo / que, si Dios quiere, no olvidaréis”. El tiempo les dio la razón: el espanto sigue imperecedero.

En toda época y lugar, la poesía ha sido arma de doble filo; en una mano el  requiebro galante, en la otra,  la alfanje o las lágrimas. En medio,  los latidos de un corazón herido o maltrecho de  querencia u odio.



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