La mano sobre el fuego

Hay una extraña propensión entre los españoles, una veces por corporativismo en determinados colectivos y otras por absurdas defensas de la honorabilidad individual, a utilizar la frase "yo pongo la mano sobre el fuego".



En los últimos años cuando oímos hablar de corrupción y corruptos en los partidos políticos, continuamente, como primer argumento, sentimos al portavoz  más indicado decir que por su gremio o por uno de sus componentes -como siempre están seguros de su decencia- él llegaría a "poner la mano en el fuego".


Por otro lado, en muchas ocasiones, esa misma frase está en labios de, sobre todo, maridos o amantes que por no admitir su cornamenta son capaces de quemar un miembro de su cuerpo defendiendo la honra de su cónyuge o, incluso, de su querida.


Tanto y tan mal se utilizó y se utiliza lo de "poner la mano en el fuego" por alguien, que se está llegando a desprestigiar la frase. Yo creo que ya está casi más desprestigiada que los polígrafos de Tele 5, que cuando empezaron parecía que podían enviar al sufridor tanto al cielo como al infierno y, ahora, comprobamos que son un auténtico esperpento.


En los tiempos que corren, con una sociedad tan licenciosa en todos los aspectos, valdría más no arriesgar y ser más coherente con las defensas a ultranza que pueden llevar a quedar en ridículo o, al fin, a freír de por vida una mano.


Carlos III de Borbón -antepasado de nuestro monarca, rey de España en mil setecientos y pico, que recibió el sobrenombre de "el Mejor Alcalde de Madrid" y que con su plan de caminos reales de carácter radial que partían de la capital, fue el precursor de esas autopistas "radiales", construidas en época de Aznar y Cascos, que ahora hay que rescatar porque deben 4.000 millones de euros-, tiene una anécdota que se me antoja muy apropiada para los que están dispuestos a seguir poniendo "la mano en el fuego".


Dicen que un día paseaba con su hijo, quien después reinaría como Carlos IV, y, cuentan, que este le dijo: "Nosotros, padre, tenemos una ventaja sobre los demás hombres, nuestras mujeres no nos pueden ser infieles. Es imposible que encuentren a alguien superior a nosotros para engañarnos". Carlos III le miró fijamente y le respondió: "¡Qué tonto eres, hijo mío!".



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