Cuando llamar “hijo de puta” a un hombre en prime time se normaliza… y al revés sería impensable
Hay programas de televisión que entretienen. Otros que escandalizan. Y algunos que, sin pretenderlo, funcionan como un espejo incómodo de la sociedad que los consume. La Isla de las Tentaciones, en su última edición, pertenece claramente a esta tercera categoría.
Durante las hogueras —el momento emocionalmente más cargado del formato— se ha repetido una escena que ya casi nadie cuestiona: participantes femeninas insultando gravemente a sus parejas, con expresiones como “es un hijo de puta”, pronunciadas con rabia, desprecio o indiferencia… sin que ocurra absolutamente nada.
Ni advertencias.
Ni reproches del programa.
Ni debate público.
Ni consecuencias sociales.
Y ahí empieza el problema.
El insulto más grave del castellano, trivializado
“Hijo de puta” no es un exabrupto cualquiera. En el idioma español es uno de los insultos más duros, históricamente ligado a la deshumanización, al desprecio moral absoluto y a la negación de la dignidad del otro.
No es un “imbécil”.
No es un “cabrón”.
No es una expresión coloquial inocua.
Es un insulto que ataca a la identidad, a la familia, a la raíz misma de la persona.
Y, sin embargo, en televisión nacional, en horario de máxima audiencia, se pronuncia sin pestañear… si el destinatario es un hombre.
El experimento mental que nadie quiere hacer
Hagamos el ejercicio incómodo, pero necesario.
Imaginemos que, en una de esas hogueras, un chico se dirige a su pareja diciendo:
“Es una hija de puta”.
No una vez aislada.
No pidiendo perdón después.
Sino con la misma naturalidad, reiteración y ausencia de consecuencias que vemos al revés.
¿Qué ocurriría?
Probablemente:
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Expulsión inmediata del programa.
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Comunicado urgente de la productora.
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Condena pública en redes sociales.
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Debates televisivos durante días.
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Señalamiento social y profesional.
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Posible denuncia.
Y no es una exageración. Ya ha ocurrido con comentarios mucho menos graves en otros contextos mediáticos.
Lo que dicen los expertos: cuando el doble rasero se vuelve estructural
Este fenómeno no es solo una percepción subjetiva. Juristas, sociólogos y expertos en lenguaje llevan tiempo advirtiendo de este desequilibrio, aunque rara vez se expone de forma tan cruda.
Desde el ámbito jurídico, especialistas en derecho penal y protección del honor recuerdan que un insulto grave, reiterado y pronunciado en un espacio público puede vulnerar derechos fundamentales, independientemente del sexo de quien lo pronuncie. “La ley protege la dignidad de la persona, no su género”, subrayan. Sin embargo, admiten que la reacción social y mediática sí introduce una diferencia clara, creando una desigualdad práctica.
Los sociólogos sitúan el fenómeno en un marco cultural más amplio. “Se ha instalado la idea de que el hombre adulto es simbólicamente resistente, casi inmune al daño verbal”, explican. De este modo, el insulto hacia el varón se interpreta como una descarga emocional legítima, mientras que el mismo insulto en sentido inverso se considera violencia intolerable. “No es igualdad; es un desplazamiento del límite moral”.
Desde la lingüística, el diagnóstico es contundente. “‘Hijo de puta’ es uno de los insultos de mayor carga ofensiva del castellano”. No se trata de una muletilla ni de una palabra vacía: implica desprecio absoluto, deslegitimación moral y ataque identitario. “Que se pronuncie sin consecuencias en prime time no lo banaliza: lo normaliza”.
Y el lenguaje, recuerdan, construye realidad social. Lo que se permite decir públicamente acaba definiendo lo que una sociedad considera aceptable.
La pregunta incómoda: ¿por qué esta asimetría?
La explicación no está en el programa, sino en el clima cultural.
Durante años, el discurso público ha construido —con razón en muchos casos— un relato de protección de la mujer frente a abusos históricos. Pero en ese proceso se ha instalado una idea peligrosa: que la mujer habla siempre desde una posición moral superior y que el hombre es, por defecto, sospechoso.
El resultado es un doble estándar:
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El insulto femenino se interpreta como “expresión emocional”.
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El insulto masculino se interpreta como “violencia simbólica”.
No por el contenido.
No por la gravedad.
Sino por quién lo pronuncia.
Españoles de primera y españoles de segunda
Lo que refleja este fenómeno es una división silenciosa, pero real:
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Españoles de primera: aquellos a los que se les permite el exceso verbal, la humillación y el insulto sin consecuencias.
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Españoles de segunda: aquellos a los que se les exige contención absoluta, incluso cuando son el objetivo del desprecio.
No está escrito en ninguna ley.
Pero se aplica en la práctica cotidiana, en los platós, en las redes y en la conversación pública.
El peligro de normalizar el desprecio
El problema no es La Isla de las Tentaciones.
El problema es que millones de personas lo ven, lo asumen y lo interiorizan.
Cuando una sociedad normaliza que:
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insultar a un hombre está permitido,
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humillarlo públicamente no tiene coste,
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deshumanizarlo es “parte del espectáculo”,
está enviando un mensaje claro: la dignidad humana es negociable según el sexo.
Y eso no es progreso.
Es una regresión envuelta en lenguaje moderno.
Igualdad no es barra libre
La igualdad real no consiste en invertir los abusos, sino en eliminar el doble rasero.
Si llamar “hijo de puta” es inaceptable —y lo es—, debe serlo siempre, venga de quien venga y vaya dirigido a quien vaya dirigido.
Todo lo demás no es feminismo, ni justicia social, ni avance cultural.
Es una forma sofisticada de discriminación tolerada.
Y La Isla de las Tentaciones, sin proponérselo, ha dejado al descubierto hasta qué punto España ha normalizado esa desigualdad moral.
