Hay figuras públicas que transitan el poder con discreción, como sombras. Otras, lo hacen con estridencia. Y luego está Javier Pérez Dolset, un empresario que no camina: arremete. Que no debate: desafía. Que no lidera: embiste. Su nombre, hasta hace poco reservado a los salones de las start-ups y los anales judiciales por la caída estrepitosa de Zed Worldwide, hoy brilla con luz propia en las páginas de sucesos políticos y en los márgenes de la moral institucional.
Su última aparición, más teatral que estratégica, fue en una rueda de prensa de Leire Díez, la exmilitante socialista reconvertida en denunciante de las supuestas cloacas del Estado. Allí, en un espacio destinado a las palabras, Dolset eligió el cuerpo. Cuando Víctor de Aldama, empresario vinculado al caso Koldo, se acercó con aire provocador, Dolset no dudó: lo empujó, lo apartó, lo desplazó como quien arroja fuera de escena a un actor sin papel. Una coreografía más propia de una reyerta de callejón que de una tribuna política. El gesto era tan elocuente como brutal: aquí mando yo.
Pero este empujón, lejos de ser anecdótico, es la metáfora perfecta de su estilo. Javier no persuade; impone. No persuade, no seduce, no construye alianzas: avanza como una apisonadora vestida de Hugo Boss. Aparentemente comprometido con causas que rozan la épica —denuncias contra las estructuras ocultas del Estado, persecución de corruptelas, desvelos por la transparencia institucional—, Dolset parece más bien un cruzado con armadura de titanio y alma de macarra. Su narrativa roza lo mesiánico, pero sus métodos remiten al ajuste de cuentas de barrio.
Detrás del relato heroico que cultiva —"llevo años investigando las cloacas del Estado junto a Leire"—, se dibuja una silueta oscura, marcada por la sospecha y la coerción. El empresario que fundó imperios digitales y luego se vio envuelto en uno de los mayores escándalos financieros del país, no ha regresado a la escena para redimirse, sino para aplicar su ley. Una ley que combina audios comprometidos, vigilancias dignas de novela negra, y ahora, violencia física ante las cámaras. El empujón no fue una reacción: fue una advertencia.
Porque Dolset no está solo desenmascarando enemigos; está despejando el terreno a codazos. Quien no se alinee con su cruzada corre el riesgo de ser apartado —literalmente— del escenario. Su presencia en las ruedas de prensa no es una muestra de respaldo: es una ocupación simbólica del espacio político. Un aviso de que hay nuevos actores, con maneras propias, dispuestos a ocupar la escena nacional. A cualquier precio.
Y sin embargo, hay una elegancia perversa en su puesta en escena. Dolset no lanza sillas ni rompe cristales. Empuja. Lo hace con la gravedad de quien se sabe observado, con la precisión de quien calcula su fuerza para que el escándalo no sea delito, sino estrategia. Es el macarra que aprendió a hablar en los foros de inversión, el broncas que se mueve entre fiscales con un dossier bajo el brazo y un bufete a la espera.
Su figura desafía todas las categorías: ni político, ni empresario tradicional; ni héroe, ni villano de caricatura. Es el arquetipo del poder sin filtros, el que se permite ser macarra en pleno siglo XXI porque sabe que el caos es más rentable que la coherencia.
¿Es Javier Pérez Dolset el nuevo rostro del poder que viene? ¿O es simplemente el reflejo descarnado del que ya está aquí y ha dejado de fingir modales?
Sea como fuere, el empujón de Dolset no fue un accidente. Fue una tesis.