Uno de los encantos de recordar El Cairo de nuestra evocada juventud, es al comienzo de la primavera en esa ciudad, en cuyas jornadas maturinas, se perciben los perfumes de naranjos, sicomoros, palmeras, limoneros, guayabos o flores de jazmín, los mismos olores cuyas esencias se pueden comprar en los bazares y mercados de la ciudad, con nombres tan seductores como “Noches del Desierto” o “Sueños de Cleopatra”.
En el centro de la ciudad, mientras se saborea un “karkadé” - bebida extraída de una planta roja servida en invierno caliente y en verano fría - acompañados del volumen “Clea” - perteneciente al “Cuarteto de Alejaría” de Lawrence Durrell - uno se percata de que sus habitantes llegan a las cafeterías para fumar la particular pipa de agua, de nombre “shisha”.
Igualmente en este relámpago de recuerdos lejanos transformado en un soliloquio, llega la ensoñación cautiva representada en las pirámides, ya que no hablar ahora de ellas en estas líneas de evocaciones lejanas, es como no haber ido a esas heredades, y comprender sobre ellas, las grandezas acrecentadas de los corajes y deslumbramientos de una raza que ha sabido enfrentarse a la muerte podrida, y salir ante ella vencedores.
Antes de llegar al Valle de Giza, comienzan a emerger las entelequias de estas enigmáticas pirámides faraónicas encumbradas, cuando aún el tiempo no existía, con la única misión de idolatrar a dioses con nombres de eternidad.
Intentar comprender - aún hoy esas magnas construcciones - es sentir la esperanza perdurable buscada con ahínco por los faraones y rozar con ellas sin parpadear las miradas, incandescentes destellos del propio dios Sol.
Allí, bajo el fanal de una tormenta de arenilla, un guía de camellos nos recordó el proverbio que hace temblar en su dimensión cósmica, al ser humano ante la existencia misma:
“Todo el mundo teme al tiempo, pero éste teme a las pirámides”,
En aquel terrenal de dioses, todo humano se percata del inmenso aislamiento en que mora sus existencia, al poseer conciencia de que el pueblo del implacable dios Ra, con el ardor encendido de ser inmortal, llegó a vencer a la muerte por encima de los hipogeos, convirtiéndose en tubérculo de un árbol soberbio, amigo de la Parca, y así, sobre ese vasto poder, se elevó con el nombre hierático de Sicomoro, y sería, a partir de ese mismo instante infinito, guardián de los muertos sobre el Universo inmemorial.