Aprender a envejecer

La existencia es un carrusel rotando sobre el tedio, las dudas, las utopías, los lamentos  y el imposible olvido, repitiéndose de forma perseverante y, aún así,  en  todo instante, la vida hace retemblar  el ánimo,  animándolo  a tomar  un sendero consolador.  

Saber envejecer  -  lo recuerda la propia existencia diaria - es la obra maestra más dificultoso en el arte de constituir el  espíritu humano. 

El pensador y moralista suizo Henri-Frédéric Amiel,  apartando  su sedimento entristecido (el autor estuvo influido por la doctrina filosófica pesimista), consigue sobresalir  de esa fría duermevela, al dejar dicho: “Saber envejecer es la mayor obra maestra de la vida”.  

A sabiendas de que el viento de la subsistencia sopló a nuestro  favor en el tiempo de la juventud pletórica de fuerza y arranque, es ahora  - en el umbral de los 80 años -  que comienza  la pesadumbre del tiempo ido, con sus capacidades decrecientes, cuando la placidez y el bienestar  en esta etapa dependen en mayor parte de nosotros mismos y, si lo hacemos con la claridad con que hemos ido existiendo, el envejeciendo bien pudiera ser nuestra mejor  “obra maestra”. 

 La expiración no es una pesadilla - y nunca lo ha sido en nosotros -  al poseer la convicción inconmensurable de  salir a otra dimensión hacia una nueva existencia. Nada desaparece, todo se trasforma. 

Cierta tarde, en esa aurora en que la firmeza interior  se hacía zalamera a nuestros ojos, abrimos  una vieja esquela de papel. Olía a romero y hierbabuena.  Durante un tiempo largo la habíamos guardado entre los pliegos de las evocaciones y las añoranzas, en la trastienda de los recuerdos que no desearíamos ver desvanecerse.

 Allí se quedó reposada hasta que hicimos de ella el prólogo de un libro con sabor  a albahaca y hierbabuena; ahora, desempolvando ese pequeño tomo de páginas blancas, volvimos a posar nuestra mirada sobre esas líneas, ante el ruego  de una joven estudiante de un liceo de la ciudad que solicitaba a un añejo escritor construido de caminos serpenteados,  unas  palabras que le pudieran ayudar a calmar una pasión, quizás  la primera de su corta vida – vendrán  más y serán remolinos  férvidos y dulzuras conmovidas -   dedicadas a un novel amor que veía alejarse de su lado.

Le ofrecí unas palabras, en donde expresaba que sobre  las  páginas de la existencia, el afecto amoroso es el principio de la razón de vivir. 

Uno escribe epístolas pretendido seguir los senderos de  madame Sévigné, Rousseau o  lord  Chesterfield,  para terminar cobijado en las palabras de Shakespeare: “… cuando el amor habla, la voz de todos los dioses adormece el cielo con su armonía”. 

 Eso haremos ahora  con la ondulación de  su  aliento y, a tal fin,   levantaremos un puente de heno y  hojas de olmos, para que pueda atravesarlo esa  muchacha que guarda ardores enternecidos, y nos nubla la  mirada al verla  pasar a nuestro lado. 

 

rnaranco@hotmail.com 



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