Viento de secano

A veces los días, además de las buganvillas sobre algunas solitarias tapias o viejos y carcomidos edificios, también asumen aires de alucinación y deseo. 

Cuando eso sucede se rompe el apetito interior ante los objetos sencillos que nos rodean. Todo parece envolverse en risa, olor  a enredadera húmeda, haciendo que hasta nuestra esencia se doblegue al dominio del suave encanto de estar vivos.  

Lo siento ahora gracias a la  memoria traviesa e inquieta, pero su murmullo como cántaro de agua, pervive y se hace voz nítida y templado sonido: un profundo dolor de muelas durante toda la noche  ha desaparecido, y parezco otra persona extraña a mí, por eso estoy ahora ante el ordenador como si fuera un ser distinto, y es que la enfermedad está la antesala de nuestra descorazonada vejez.

Cierro los ojos y la luz se hace niebla cuajada.

Un cante, venido de abajo, entre malicioso y poético, habla de juventud y madurez. Esos bullicios amanecen  dentro de mí como si reventaran.

Bien lo recuerdo: sobre la mesita en aquella destartalada habitación de la calle Eulalia Álvarez, en el lejano Gijón del Llano del Medio  de mis querencias furtivas, tejía versos, cosía deseos... Nadie entendió nunca la forma de crear el fuego, pero aquella obsesión ardía, era llama de un azul intenso, zarza sin consumir, esperanza suelta, exuberante y mía.

Por alguna parte, mochuelos hendidos  espiaban mis querencias, pero eran tiempos de desnudez completa. Nada nos importaba: ni el viento cruel ni la envidia, pues todo estaba en la edad en que cada corazón necesita beber cariño en cada cobijo del camino.

Por eso hay momentos difíciles de expresar. Miro  la pantalla blanca con algunas líneas negras donde aparecen los primeros esbozos de este artículo de hoy. Levanto la mirada y allí, en formol, están las dos tortugas que se han muerto de la propia muerte, es decir, de mengua.

Cuando eran pequeñitas como una hoja de laurel iban de un lado a otro de la casa en un interminable juego. En el balcón, lugar predilecto, el sol de la mañana lo inundaba todo de profunda claridad, y las dos se bañaban de luz  con un inusitado placer.

Un día, ignoro la causa, desaparecieron. Pasaron días, semanas, hasta que una noche, moviendo una mata, aparecieron secas, frías, muertas. Desde entonces están sobre la mesa donde  escribo, dentro de un frasco.

Vivimos para amar, o posiblemente amamos para vivir y para que nos quieran, pues sin ese viento ondulante de secano, el alba de nuestra existencia sería pozo hondo lleno de ausencia, soledad y miedo.

Salgo al mirador y miro la calle en la ciudad de Valencia en la que he encallado, el lugar en donde  mi vida delirada forma un remolino de armonía a pesar de ese desvarío.

En un  cercano balconcillo una voz vocaliza: “Camino de la tarde ya no va nadie, si no polvo y arena que lleva el aire”.



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