Los monos de Lopburi

Llevamos un mes confinados en nuestros hogares y en ese, digamos:corto, espacio de tiempo los animales salvajes campean sin temor por las calles vacías de pueblos y ciudades. En infinidad de vídeos que circulan por la red, se puede ver como lobos, jabalíes, ciervos o corzos se acercan curiosos y recorren lugares que, antes de la irrupción de la pandemia, ocupaba el vecindario. En varios vídeos rodados en Tailandia, concretamente en la ciudad de Lopburi, manadas formadas por cientos de monos hambrientos deambulan pendencieros por las calles en busca de comida y en constantes peleas. Otros monos, estos los de Bombay, se bañan en las piscinas de las casas de la gente adinerada.
En las últimas tres décadas -sobre todo- la globalización, el mercado global, irrumpió con tanta fuerza que parecía una tendencia imparable e indestructible. Los países considerados más desarrollados y otros emergentes que siguieron su estela, acumularon una descomunal riqueza ficticia, en muchas ocasiones basada en la especulación y la insolidaria actuación de las grandes corporaciones y los mercados financieros: bancos, aseguradoras y fondos de inversión dedicados a engordar sus Consejos de Administración y a sus altos ejecutivos. La instauración de los millonarios "bonus" en las empresas ha sido el trampolín de muchas de las malas prácticas.
Precisamente la crisis que estalló en los años 2008/2009 provocada por esas malas prácticas, requirió el empobrecimiento de la población para rescatar el sistema bancario mediante la aportación por parte de los Estados de miles de millones de euros. En España más de 60.000 millones, al día de hoy irrecuperables. En definitiva, empobrecimiento de la población (paro, trabajo y sueldos precarios), pero, también, enormes brechas sociales y recortes en los presupuestos estatales en los capítulos destinados a asuntos esenciales: la sanidad, por ejemplo.
No obstante, aunque tocado, el capitalismo liberal continuó su desaforado camino y se recomponía con enorme seguimiento y adoración por una masa de jóvenes ejecutivos y políticos, de nuevo cuño, que se incorporaron a la vida pública habidos de poder y notoriedad, pero sin experiencia y sin asomo alguno de una mínima empatía.
Nadie se podía imaginar que, en el año 2020, un virus microscópico aprovechase la globalización y, desde de la China "comunista" como inicio, se propagase de forma tan letal que en poco más de tres meses haya conseguido recluir a medio mundo en sus casas y paralizar el sistema productivo de las naciones. Nadie, repito, por muchas medallas que ahora se pretendan colgar, contaba con ello.
En el mundo hay cerca de cien laboratorios, con sus respectivos equipos de científicos, que investigan a todo ritmo un tratamiento contra el coronavirus o, finalmente, una vacuna. Mientras que no se consiga un tratamiento adecuado y que -tan importante como indispensable- sea accesible para todos, la posibilidad de que el virus siga causando dolor y daño, si una parte de la población mundial no fuese tratada o inmunizada, es del todo evidente. El rebrote de la enfermedad se producirá porque unas zonas volverán a contagiar a otras.
Este virus, por la mortandad que produce y por su indiscriminada expansión, ha puesto en jaque las estructuras económicas y sociales tradicionales. Y está dejando en evidencia la necesidad de un plan global común para afrontar sus consecuencias, un plan de supervivencia para la humanidad en el que la revisión del modelo de capitalismo insolidario es un elemento primordial. Más Estado, más humanismo, más ciencia y menos "mercados" improductivos y especuladores.
El liberalismo, llegado a un punto malsano por su sed depredadora, clama por la reactivación de las plantas de producción, la industria y los mercados en general, anteponiendo sus intereses a los intereses de la mayoría que -basándose en informes científicos y sanitarios- en estos momentos pasan por subsistir a la pandemia. 
El liberalismo malsano siempre justifica sus intereses argumentando que sus prioridades pasan por la defensa de los puestos de trabajo; pero conoce perfectamente que la paralización mundial por causas extraordinarias -que ahora sabemos que puede ser posible- puede llevarle a sus últimos días, y conoce -y por eso la inquietud y la prisa de sus defensores- que de prolongarse de forma indefinida este parón global, los Estados tendrán que tomar las riendas y, necesariamente, socializar la economía.
En tiempos de pandemia el pensamiento de solidaridad debe desarrollar un nuevo orden más sostenible y que dé protección al planeta y a los que en el vivan. A todos. Obviar el cambio climático, por ejemplo, para justificar una expansión económica atroz e insolidaria dominada por los "mercados", nos llevará a un punto en el que la humanidad más desfavorecida, la que hasta ahora forma parte de los olvidados, tomará el relevo de los monos de Lopburi o de Bombay y exigirá los derechos que el liberalísmo desintegrador, económico y político, siempre les arrebató.



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