Una mentira entre dos verdades

Todos los meses voy a la Capital, hoy veo que este otoño que disfrutamos la afecta también, con una temperatura para mañana, Dios mediante, a las ocho de la mañana, de quince grados.

En la Capital, con quince grados por la mañana temprano y veintisiete a las dos de la tarde, que también apuntan las previsiones, se puede estar y correrá brisa bajo las acacias.

Las intrépidas acacias de Madrid, cada una en su alcorque meado de perros y plagado de basura. Algunas digo yo que serán las mismas de mi época estudiantil. Lo parecen. Son, como los alumnos de mister Chips, se renuevan, las renueva el Ayuntamiento, supongo, cuando se hacen demasiado viejas. Los alumnos de mister Chips eran siempre aparentemente los mismos. Siempre chicos del mismo curso de bachillerato o de carrera, que como es natural se renovaban cada curso, pero a él le parecían los mismos.

Ocurre cuando ejerces la profesión de abogado, que primero hablas ante jueces mucho mayores que tú, venerables te parecen algunos; luego son como tú, más o menos, y, casi en seguida, pasan a parecerte chavalería porque ahora el carcamal eres tú.

A los árboles, en general, se les nota menos la vejez. Suelen morir de pie, Casona tiene una obra de teatro en que lo asegura.

Verano otoñal, seguro que cosa de la economía, que se retuerce y la manejan y exprimen para evitar tener que reconocer que las naciones no pueden pagar las cuentas que tienen pendientes.

Mucha gente se entera ahora por primera vez de que las naciones gastan más de lo que ganan, piden prestado y por lo general, se lo dan, porque es axiomático, o hasta ahora mismo lo era, que una nación paga siempre. Nada había más aparentemente seguro que los títulos de la deuda que cada nación emitía para cubrir débitos procedentes de un déficit primero permanente, en seguida, progresivo, ahora, sofocante.

Deben la nación y los súbditos. Un impago es como un alud, en cualquier ámbito en que se produzca. Va creciendo a medida que recorre las cada vez más desoladas laderas.

Cuando se produce un concurso de acreedores, se intenta recomponer, primero, después se habla de esperas, por fin de quitas.

Tendrán que producirse quitas.

Nadie debe gastar más de lo que tiene, decían los primeros estudiosos de la economía.

Bueno, hombre, opinaron sesudos varones, un poquito más, algo que podrá amortizarse en el futuro, con poco esfuerzo, reservando un porcentaje de las ganancias para financiar los préstamos …
Otro poquito, reservando algo más … Cada vez más. Es inexorable que llegue un momento en que la deuda sobrepase las posibilidades de la optimista lechera de la fábula.

Y puede llegar otro momento en que tras de haber gastado más, hayas ganado menos.

Hay conceptos que no pueden mezclarse impunemente, por ejemplo, la economía y la ilusión; la economía y el sueño; la economía y la esperanza.

En su día, cierto autor, comentando lo de que no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, ni hay mal que cien años dure ni hay enfermo que lo aguante, dijo que es una mentira entre dos verdades: los plazos, en efecto, son inexorables, y un mal que te dure mucho menos de cien años no se puede soportar, pero deudas, con o sin cobrador de frac, de torero o de bufón, con o sin sicarios cobradores, con o sin atanigadores, que diría mi buen amigo Manuel, director que fue, con singular éxito, de una oficina bancaria, deudas hay multitud que se van arracimando a medida que distribuyen el pernicioso efecto de ir provocando otras y no se pagarán ya nunca jamás de los jamases.

Lo que sí se puede es empezar de nuevo el ciclo, partir de casi cero y con un propósito de enmienda tal vez imposible de cumplir, siendo, como somos, lo únicos animales que sin querer tropiezan dos veces en la misma piedra



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