Este 5 de marzo se cumple un año de la muerte de Hugo Rafael Chávez Frías, y con él una manera de gobernar que ha dejado huella en el continente latinoamericano. Su hálito sigue haciendo mella en sus seguidores y de aquel vendaval absolutista, Venezuela padece una división irreconciliable.
El país soporta hoy una efervescencia de enfrentamientos entre gobierno y oposición, cuya estela ya ha dejado 21 muertos, docenas de heridos e incontable número de detenidos.
De Chávez se puede estar departiendo semanas enteras, y los que hemos convivido dentro de ese torbellino, sabemos bien que significan los abusos de un poder arbitrario.
Sobre el ex presidente venezolano – ahora embalsamado como un dios egipcio - hay libros, tesis y estudios académicos. Uno comenzaría a hablar del sujeto y no acabaría en muchísimo tiempo. Es más, necesitaríamos los 14 años completos de su gobierno.
En este corto espacio tocaremos una mínima parte de su permanente cháchara.
Chávez jamás supo que uno es esclavo de lo que dice y dueño de lo que calla. O, el pez muere por la boca.
El gobernante pronunciaba una media de tres discursos diarios, algunas veces llega a cuatro o más, dependiendo del calentamiento de su encéfalo.
En ese mejunje opinaba de lo divino y humano con una convicción mental asombrosa. Debido a esa causa, los errores fueron colosales. No le importaba: era imperturbable, un torrente de vocablos en desbandada.
Rompió con los moldes de convivencia, respeto y mesura que un mandatario debiera poseer.
Su retórica antiestadounidense resultó siempre incongruente cuando le vendía a Washington millones de barriles de petróleo, el cual llenará los tanques de los aviones que supuestamente usarán los yanquis para invadir Venezuela.
Los insultos contra otros jefes de Estado son el reflejo de su personalidad alterada. Recordamos de pasada al ex presidente colombiano Álvaro Uribe, el más mentado. Lo llamó “mafioso”, “sinvergüenza”, “vendedor de droga”; a Obama, incapaz de gobernar Estados Unidos e imponerse a los halcones de El Pentágono; al peruano Alan García, “ladrón de siete suelas”, y al rey Juan Carlos le explotaron “500 años de prepotencia imperial” cuando lo mandó a callar en una cumbre Iberoamericana en el 2007.
Aunque conocemos docenas de sus expresiones por haberlas escuchado durante años en los maratónicos discursos, algunas de las más asombrosas son las siguientes:
“El cáncer que padezco viene inducido desde Washington”.
“El Pentágono aprovecha el terremoto haitiano para ocupar ese país militarmente”.
“No sería extraño que en Marte hubo una civilización y el capitalismo imperialista llegó y arrasó con todo”.
Platicando sobre la reelección perpetua que estaba forjando a su favor y que algunas voces en Europa criticaron, profirió: “Esa caduca, vieja y falsa Europa es la reina del cinismo”. Resaltó la “desvergüenza” de quienes le llamaban “tirano o caudillo” por someter a votos un sistema de reelección.
“¡Ojalá en Europa consultaran a los pueblos sobre sus sistemas políticos y económicos, ellos que tienen reyes y reinas que nadie elige y que se perpetúan!”.
Recordaba que ese continente saqueó África y América sin asumir la responsabilidad de esa acción hasta los momentos. “Ni perdón han pedido”.
Hugo fue amigo entrañable de cada uno de los dictadores del planeta, a los que llamaba “panas”, “hermanos”, “compañeros del alma”. A cada uno les regaló lo más preciado que, al momento de reconocer valores, entrega Venezuela: una copia de la espada de Simón Bolívar.
Al entregarle la filosa al déspota Robert Mugabe le dijo sin inmutarse: “Tú, como Simón Bolívar, eres y serás un esforzado de la Libertad”.
Muamar Gadafi representó “la esencia de un mártir heroico”. La dinastía familiar de Corea del Norte, “sublimes patriotas épicos”, lo mismo que el patibulario régimen de Al Assad en Siria.
Fidel Castro era su “padre amado,” y a tal causa querencial fue perdiendo la vida en La Habana y llegó exánime a Caracas.