Volver a empezar

Escribo de  expatriados a consecuencia de haber sido durante 40 años emigrante. He regresado al refugio del tiempo disipado  y las cosas no han ido mejor.

 

Ir en España a un organismo público, significa, parafraseando a Mariano José de  Larra, morir en el intento. Llevo 10 meses, se dice pronto, pretendido que un convenio social internacional se cumpla. No dicen  “vuelva mañana”, sino que verán la  solicitud dentro de tres meses.  Intento que el funcionario escuche mis planteamientos, y la respuesta ha sido – menos una vez - lacónica y desabrida: hay que esperar. Tal vez llegue el llamado de la Parca y nos encontrará  esperando.

 

Con todo, puedo decir agradecido  que ya no hay en  nuestro espíritu animadversiones ni quimeras vanas. La vida es como viene.

 

Siento, eso sí, desbordado de congojas, el drama cotidiano de los emigrantes intentado llegar al país.  Ya no son noticia, representan un periódico de ayer en la canción de Héctor Lavoe. 

 

Salen de las costas de Siria, Mauritania, Camerún,  Senegal y  todo el profundo continente de la negritud, en destartalados barcos o pateras, cauchos de camiones o simples manojos de tablas anudadas. 

 

La razón de tanta desesperación, jugando a la ruleta rusa con la vida,  es tocar los promontorios anhelados. 

 

 Macilentos, exhaustos, rotos, cuando llegan a la playa y consiguen burlar los controles, empieza otro calvario: huir permanentemente, esconderse  igual a ratas, ser esclavos de empresarios inescrupulosos que les pagan una miseria y los amedrentan con entregarlos a las autoridades si no aceptan el vil vasallaje.

 

Los versos del poeta alejandrino nos recuerdan: “Iré a otra tierra, iré a otro mar. / Otra ciudad encontraré mejor que ésta. / Cada esfuerzo mío es una condena escrita, / y mi corazón, como un muerto, está enterrado.”

 

Lo garrapateé una y más veces, al saber bien de que hablo, en cartas rasgueadas: La emigración crea una ruptura difícil de explicar, es un ahogo que los años no ayudan a amainar, y va alejando  de la esencia materna, del recodo  de la niñez,  la emociones que hablan de países repletos de leche y miel.

 

 Y al final del camino, cansados ellos, quejumbroso uno, digamos las palabras del emigrante judío que durante siglos tuvo que vagar  sin rumbo: “Si ya no te quedan más  lágrimas, no llores. Ríe”. 


Hecho esto, y con el  mejor mohín del aliento,  volvamos  a empezar  de nuevo.



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