Un país a la deriva

La Venezuela de ahora mismo, la de Nicolás Maduro -  el alter ego de Hugo Chávez -  ha seguido manteniendo en su gobierno la cantaleta del magnicidio y el chauvinismo xenofóbico,  una frustración social de complots  típicos  de una ideología reaccionaria,  donde el impulso sistémico es arrasar con todo lo que no sea propiedad del Estado. Ejemplo a seguir: made in Cuba.

 

Maduro no es lelo, no obstante su listeza bravucona heredada del  máximo líder muerto,  proviene del poco o ningún sentido que tiene del  ridículo. Si a esto se le añade que maneja – cada vez hay menos al momento de repartir -  los cobres o morocotas provenientes del petróleo que dilapida  sin ninguna coherencia, veremos la causa de tantos desatinos surgiendo de su mente acalorada.  No siendo extraño entonces que un pajarito le hable con la  voz Chávez, vea  el rostro del Comandante  en unas obras del Metro de Caracas o invente un ministerio de la “Felicidad Suprema”.

 

La última acción – entre varias  – ha sido invadir los comercios dedicados a utensilios electrodomésticos.  Los arrasó. Cientos de personas, una vez se impartió la orden de tomarlos al asalto, hicieron con esos establecimientos una ola huracanada.

 

El presidente señaló como medida un elevado sobreprecio. Pudiera ser  cierto – y no hay duda - en un país sin una dirección coherente de la economía, aunque el remedio ha sido mucho más grave que la enfermedad.

 

 Hubiera bastado  con realizar una contabilidad de los dólares que la administración entregó a las importaciones de los rublos invadidos, y con esos datos en manos de la Fiscalía General de la República, se obtendría un control de lo adquirido, cantidad y  precio, actuando así en el marco de la legalidad.

 

El sentido común revela que los perales no dan manzanas.  El resultado ha sido un descontrol mayúsculo, el desmadre a niveles impensables y una escasez de productos que, una vez se agoten las existencias, será angustiosa en el mercado.

 

La escasa docena de medios de comunicación  venezolanos no sometidos férreamente a los designios del régimen, han venido narrando  con asombro lo sucedido.

 

Los discursos de Nicolás Maduro son una terrorífica arma de doble filo colocada al servicio de los trascendentales comicios del 8 de diciembre. 

 

Su  yerto gobierno necesita ganar esas votaciones, y para conseguirlo está dispuesto a arrasar lo poco que aún queda de la economía privada, repartir a sus seguidores, gratis o a simbólicos precios, la mercancía existente. Una vez finalicen los comicios, sea lo que Dios quiera. La meta  se centra en mantener el poder   y continuar llevando a Venezuela a una dictadura de corte marxista, la gran alucinación de Hugo Chávez. 

 

Dadas las circunstancias políticas  el futuro se presenta incierto en el país caribeño.

 

El recuento final es deplorable: una economía postrada, la inflación rayando  los sesenta puntos –la más alta América Latina - , el  hampa incontrolable, las Fuerzas Armadas corrompidas en su mayoría, mientras  las instituciones son patrulladas a recuento de un chavismo falto de ideología y  aferrado al despotismo más severo.


El cronista, tras 40 años en  tierra de Simón Bolívar,  la abandonó con pesadumbre; sin embargo, no la olvida. Uno añora  lo que conoce, y Venezuela sigue siendo un país para querer.



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