¿Dónde la mar cuayada de los dictadores?

Desde el recinto numinoso en que se halla realizando un máster de ampliación de capacidades, mi trasgu particular, Abrilgüeyu, me envía (bien se ve en ello que es un poco antiguo: ni facebook, ni correo, ni twitter) un telegrama: «Ú la mar cuayada de los dictadores». Aunque en principio me resulta un poco enigmático, caigo enseguida en la cuenta de a qué se refiere.

Déjenme, ante todo, explicarles que «la mar cuayada» es una supuesta mar bajo tierra adonde irían a refugiarse los cuélebres cuando, por viejos, ya no pueden vivir entre nosotros. Allí convivirían con otros entes malignos eiusdem furfuris. Por lo demás, estoy seguro de que Abrilgüeyu me hace una críptica referencia al conflicto que he bautizado como «la guerra de Gilbia», palabra compuesta, esta última, de otras dos, «Gila» y «Libia».

Permítanme recordarles, al respecto, las características de esta guerra que, como todas las del zapaterismo, es una «guerra-no-guerra» y, además, una «guerra legal», esto es, una doble contradictio in terminis, un doble oxímoron, como una «fabada de garbanzos» regada con «sidra de agua». Vamos solo a impedir que se masacre a la población, pero disparamos; nuestro mandato no es derrocar a Gadafi, pero lo es; el dictador Libio es un transformista que pasa de mecenas del socialismo internacional a horrible monstruo terrorista (atentado de Lockerbie), vuelve a mutar en honorable mandatario (a quien, literalmente, cogen de la mano Aznar y Zapatero, entre otros), para, finalmente, manifestársenos como asesino de su propio pueblo. Y, a todo esto, seguimos sin saber quiénes son los «rebeldes» (¿lo sabe alguien con claridad?), quién los ha bautizado con ese nombre cargado de connotaciones positivas, qué intereses internacionales representan y, sin conocer muy bien su condición ni su voluntad, les financiamos la guerra y los aceptamos como interlocutores únicos del pueblo libio. A todo esto, EEUU, que ha ido a ese conflicto a regañadientes, pretende escaparse de él como sea, y una parte de su parlamento censura a Obama el no haber solicitado permiso para entrar en combate. Y, finalmente, y al respecto de la marcha de las operaciones, las fuerzas de la alianza no disparamos —o lo hacemos con muchas limitaciones­— a las tropas en tierra del dictador, no pretendemos matar a éste y, por si fuera poco, el contingente español tiene orden de no combatir en primera línea ni gastar munición, por lo que desde los mandos aliados nos tienen que reñir. ¡Magnífico!

Pero, con todo y con ello, una y otra vez, los responsables políticos y militares occidentales se dirigen personalmente —muy al estilo estadounidense— al creador de la Yamahariya libia («La revolución de las masas» significa, paladeen ustedes la ironía) y lo invitan a resignarse a resignar, a largarse, señalándole que «tu tiempo ha terminado».

Cuando, entre la algarabía mundial, se detuvo en Londres a Pinochet por mandato del hoy desaparecido Garzón (como Cándido y Toxo, tan ubicuos asimismo antes, parece encontrarse en paradero desconocido), solo una voz se alzó para mostrar su desacuerdo, la de Fidel Castro, argumentando que aquello violentaba la soberanía nacional de Chile. Yo también mostré mi preocupación, no porque se detuviese y juzgase a Pinochet (que era, sin duda, reo de muchos delitos), sino por el mensaje que se enviaba hacia el futuro y sus consecuencias políticas negativas para los pueblos: si a un dictador que se retira por propia voluntad y es amnistiado en su propio país se lo detiene, procesa, juzga y condena en el ámbito penal internacional, la señal que se envía a los dictadores futuros es que no tienen dónde refugiarse y, por tanto, que no deben nunca resignar el gobierno. En consecuencia, ¿cómo esperar de Gadafi otra cosa que no sea su voluntad de morir a sangre y fuego? ¿Qué estímulo tiene para retirarse o transar, sabiendo que su único futuro, fuera del poder, es el de morir en la cárcel y privado de lo que expolió?

Desde el punto de vista de la ética de la convicción (en términos weberianos) está muy bien que todo criminal sea juzgado y castigado por sus crímenes, pero la ética de la responsabilidad debería hacernos pensar antes en el pueblo libio —o en los pueblos sometidos a sangrientas tiranías—, que en nuestro tan moderno y justiciero «fiat justitia, pereat mundus». Porque, meditemos, ¿hubiesen preferido los españoles de la época, de darles a escoger, que Franco se hubiese retirado en 1943 sin ser juzgado por sus responsabilidades o aguantarlo por tiempo indefinido con la esperanza de poder encausarlo algún día?

A mi entender, el disponer de una «mar cuayada» para los dictadores si se pueden evitar sufrimientos horribles a sus pueblos debería ser una opción a considerar, porque el objetivo de la acción política deber ser antes el de impedir el dolor de la mayoría que el de conseguir la justicia absoluta, la cual, por otra parte, y en muchos casos, se ha convertido en Occidente en un espectáculo que, sobre su función principal, tiene la de adular al público y estimular la dopamina de su buena conciencia de hombres civilizados, que, sin riesgo y desde el salón de casa, practicarían una ética universal de principios sin componendas, pero a costa a veces del padecimiento de otros (una especie de ética de programa de Tele5). Y, en todo caso, sin pararse siquiera a pensar cómo ha sido que personaje tan siniestro como Gadafi, tan amigo de todos hasta hace tan pocos días, haya acabado finalmente cayendo en desgracia y convirtiéndose en el monstruo sobre el que se ponen los focos en el presente. ¿Por interés y decisión de quién? ¿Por qué para nuestra contemplación?



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