Nuestro lenguaje

Lo señala el popular soneto: “Luzco en el mundo de la gentil pavana, sobre el recio tahalí de mi tizona, una cruz escarlata que pregona  mi abolengo de estirpe castellano”.

 

Está dicho:, habló la lengua hermosa de mis antepasados, escribo con los dejes y manías de Jorge Manrique, Castillejo, Baltasar de Alcázar, Góngora, Quevedo, Cervantes, Calderón y el mismo  Andrés Bello  al desnudar  la crítica moderna en su  agricultura en la zona tórrida.

 

 Y este idioma recubierto de eses, haches, esdrújulas y verbos donde el presente y el pasado se conjugan,  es mi lengua, la herramienta de que dispongo para expresar cada uno de los actos de la vida, y sin ella estaría mocho, tuerto, lisiado y lelo.

 

Ella soporta mi estructura espiritual, cada uno de lo anhelos, angustias y quimeras de las que estoy cimentado.

 

  A cuenta de esa conversa, he podido comunicarme con los seres más amados; canté melodías, grité de raudal alegría y escribí las primeras balbuceantes palabras.

 

Gracias a ella, he podido expresarle a una mujer, hoy solapada de bruma, el eterno desvarío repetido desde los albores del alba humana. “Te amo”.

 

Esa lengua ha servido como  vela abierta a todas las marejadas, y gracias a sus alisios de occidente, recalé en la orilla del  mar Caribe cuando el cuerpo era lozano, la mirada acuciosa, el deseo de aventura henchido, el corazón bombeaba desbordante de ímpetu y la mirada, fresca, limpia y  más clara que la alborada.

 

 Nebrija, el que dijo en proverbial acento “atreveos a saber”, nos puso la primera gramática en las manos, y hoy,  a más  quinientos años del suceso, el trabajo del conventual  filólogo ha germinado en medio mundo.

 

 En la actualidad, unos 520 millones de personas hablan español.

 

 Don Quijote y Sancho Panza han sido – con creces – los mejores embajadores, y aún siguen cabalgando sobre los labrantíos de la patria y mucho más allá, deshaciendo entuertos y enfrentándose a gigantes que, miedosos ante el empuje del Caballero de la Triste Figura, se convierten, cobardes ellos, en molinos de viento.

 

 Aquella obra del acucioso humanista  Elio Antonio de Nebrija estaba dedicada  a Isabel de Castilla; en sus páginas le dice los propósitos de su esfuerzo. La reina, guarnecida en Medina del Campo, entre la villa de Olmedo y Valladolid, le pregunta al gramático, profesor durante algunos años en Salamanca y Alcalá, la razón de tal   tratado.

 

Debió de parecer una extravagancia, dentro de los muros desguarnecidos del Castillo de la Mota, decirle a la soberana que regular el habla desde la cuna debería ser “cual respirar”. Isabel era tozuda y a la vez abierta de luces: comprendió, y le  recomendó su reino a las hermosas palabras que se enlazaban entre sí de forma prodigiosa.

 Y como el idioma español es rico y preciso, tampoco soy quien para abusar del tiempo regalado en esta cuartilla; ya que según Alfonso X, el mucho hablar hace envilecer las palabras y, además, al decir de Cervantes, “no hay razonamiento que, aunque bueno, siendo largo lo parezca”.



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