A la sombra de las hojarascas

Gabriel García Márquez  cumplió 85 años  y no recuerda  quien es. Una enfermedad senil lo ha vuelto lamparilla amarilla, mientras en su morada de México  corretea  entre luceros de madrugada.

 

La portentosa y fabulosa utopía repleta de la mejor literatura que América Latina ha conocido en siglos, se adormece en los aposentos del alma misteriosa e  inconmensurable  y ha vuelto a ser el  niño travieso y curioso nacido en Aracataca apretado a su abuela Tranquilita Aguarán.

 

Podrá ahora recorrer nuevamente en pasiones telúricas las auroras boreales en un viaje – otra ve sorprendente -  al encuentro de la semilla de la guayaba, y es que el hijo del telegrafista de Aracataca (Macondo en sueños lúbricos) retorna a sus raíces entre la hojarasca, la ciénaga, las revueltas del río Magdalena, los coroneles que siguen sin recibir una carta jamás enviada  y el sabor azucarado y lechoso de los burdeles   con mariposas entre los muslos de la cándida Eréndida.

 

A partir de ahora mismo, desde Río Grande a la Patagonia se hablarán una y cientos de veces del autor de “Otoño del patriarca”. Se volverán a editar sus libros a precios asequibles – una imposición del autor -  y  las academias de la lengua española le dedicaran un esplendoroso homenaje   a su talante universal.

 

Ojeamos, con motivo de ser  editado en  Buenos Aires hace 46 años, en la editorial Sudamericana, “Cien años de soledad”, con un epitafio, “…para que mis amigos me quieran más...” se desmenuzaron opiniones coincidentes basadas en la extraordinaria capacidad del costeño a la hora de escribir y, ante todo, coleccionar amigos de las más diversas actitudes humanas o ideológicas, y así, sin altanerías contextuales, la veracidad pasmosa se abrió  a la palabra y a los sentidos afines de su creación colosal.

 

El positivismo se siente, parpadea y habla en los libros de Gabo, pero aún así él dijo: “No hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real”. Y contaba  como después de leer “La metamorfosis” de Kafka,  gritó fascinado como un poseído:

 

“¡Carajo! Pero si así hablaba mi abuela Tranquilita”.

 

Sus muchos sus amigos cuentan ahora detalles del Nobel que son por si mismos atrayentes, prodigiosos y deslumbrantes. Es decir: reales.

 

Tomás Eloy Martínez, el argentino autor  de  “La novela de Perón” y “Santa Evita”, fue uno de los pocos que tuvo el honor de leer el manuscrito de “Cien años de soledad” antes de que fuera publicado en la urbe rioplatense.

 

 Retrató de forma periodística ese momento cumbre:

 

“Gabriel García Márquez bajó del avión con un saco a cuadros azul chillón y rojo. Acompañado por una mujer de ojos verdes, una especie de Nefertiti colombiana...Aunque quisieron disimularlo, venían totalmente muertos de hambre, literalmente”, afirmó.

 

Antonio Skármeta (“El cartero de Neruda” y  secretario del poeta durante años) cuenta una anécdota:

 

“Yo había emigrado a los Estados Unidos en la década de los años 60, y gracias a “Cien años de soledad”, regresé a mi país. Me fui de Chile porque quería ser escritor célebre, pero la lectura de esa obra monumental provocó en mí el inmediato retorno, pues supe con aquel libro que en la tierra de nuestros mayores también se puede escribir.”

 

Mi persona trabajó en una revista en Caracas – “Elite”  que durante algunos años dirigí; fue el lejano tiempo en que García Márquez decía en sus páginas que la ciudad de “los techos rojos fue feliz e indocumentado”. 

 

Recordarlo ahora con  ochenta y cinco abriles es sentir que la creación literaria – su cosmos espacioso – es ya un pedazo de eternidad. Se terminará algún día el mundo, y aún así, entre el polvo de las estrellas vivirá la presencia imperecedera del realismo mágico. Una invención de Dios traspasada a  Gabo hoy arrullado en sensitivos vapores de olvido humano.

 

 

 



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