Nuestra monarquía

 

Las recientes informaciones sobre la iniciativa del Rey de recibir en los últimos meses, y por separado, a los expresidentes del Gobierno, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, con objeto de propiciar un clima adecuado que facilite acuerdos para superar las graves crisis que afectan a España, ha puesto a debate si la Monarquía, sigue siendo el sistema válido y útil para la organización y viabilidad del Estado.

Defensores y detractores, respectivamente,  han sacado a colación ejemplos de afirmación o rechazo,  incluso remontándose a los tiempos más duros de la Transición, mientras que los partidarios de una III República siguen insistiendo en el déficit democrático, que a su juicio arrastra Juan Carlos I al no haberse sometido a plebiscito y su originaria vinculación al pasado franquista. A esta última argumentación han añadido, los pocos ejemplares comportamientos de miembros de la Familia Real y las conocidas historias de caza mayor.   

Con un planteamiento pragmático parece que no debiera entrar en cuestión si nuestra monarquía constitucional, sigue siendo la institución adecuada para la gobernanza del país. La respuesta positiva se apoya finalmente en que la monarquía continúa representando el elemento aglutinador,  cuando al parecer no se ha alcanzado la plena reconciliación nacional y la propia democracia está vapuleada por la deslealtad constitucional y la partitocracia.

Es penoso reconocer que, en relación a la actual deriva de contestación a la integridad de España y a la necesaria solidaridad entre todos los territorios, las voces de aviso más claras, han procedido de la Zarzuela y no de la Moncloa.

La función de la Corona, a pesar de algunos malos pasos conocidos, sigue estando valorada por encima de los partidos políticos.

Podría decirse que la figura del Monarca evita los excesos de la partitocracia y sirve, también, para compensar la omnipresencia de los políticos en la vida pública.

Nuestra Monarquía, hoy por hoy, se encuentra dentro de ese reducido grupo de monarquías parlamentarias, como Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y los países escandinavos, que han superado crisis y guerras, continuando con un indudable prestigio.

Tanto España como los países antes citados, tienen una gran tradición histórica y sus monarquías son símbolos de la unidad nacional y también la mejor representación viva de las tradiciones que vertebran un país.

Un régimen monárquico para mantenerse requiere que actúe con exquisita  neutralidad, que esté por encima de los intereses partidistas, y que la Corona, la familia real, esté siempre a la altura de las circunstancias, cumpliendo sus obligaciones dinásticas.

Han sido los propios fallos monárquicos, y también los grandes cambios sociales, los que han determinado que la institución monárquica haya visto reducida su presencia como sistema.

En 1900 sólo había dos repúblicas en Europa: Francia y Suiza, pero al final de la II Guerra Mundial, la mayoría de los países europeos eran repúblicas y solamente sobrevivieron las monarquías que supieron adaptarse a los cambios. Será esa capacidad de ajuste, hoy y mañana, determinante para la continuidad monárquica porque tiene que acreditar su mejor servicio al país frente a otras alternativas y alcanzar una utilidad manifiesta que suscite general consenso, evitando los errores que pueden provocar el fin del reinado.

Por otra parte, los príncipes herederos cada vez lo tienen más difícil para estar a la altura de las circunstancias, ya que se puede heredar un trono, pero el afecto del pueblo hay que conseguirlo y guardarlo día a día.

Como dijo Weber, la historia no tiene guión.



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