El día que Tomás llamó a la puerta

Aquella mañana, pero ¿es posible, Dios mío, que hayan pasado ya más de veinte siglos? Jerusalén apareció recién estrenada, con un sol tibio que luchaba por ser importante. La gente andaba deprisa. Las calles brillaban con un extraño gozo. Algunos de los amigos de Jesús parecían rejuvenecidos, todavía con la sorpresa en los ojos, dispuestos a recuperar la aventura más grande de sus vidas.

Y Tomás llamó a la puerta, le abrieron y entró. Y le volvieron a contar la prueba del sepulcro vacío, la conversación de los discípulos de Emaús, el encuentro con la Magdalena, y la vuelta de Jesús hace ocho días con todos ellos. Pero Tomás sigue tan incrédulo como siempre. Y les recuerda que él no se conforma con ver, quiere tocar para identificar al crucificado.

Entonces apareció Jesús en la casa, y solo para él, lo llama: “Tomás, trae tu de dedo y mételo en las llagas; trae tu mano y métala en mi costado”. Y se echó a llorar cuando Jesús le mando tocar su carne. Ahora con  la fe resucitada le respondió con la oración más bonita del evangelio: “Señor mío y Dios mío”.

Nadie había dicho antes a Jesús: “Dios mío”. Por eso admiro a Tomás, porque nos deja en el corazón el único posesivo que no desaparecerá. Aquí abajo todo pasará: este mundo, “mi” coche, “mi” casa, “mi” mujer, “mi padre”…todo. Pero quedará el único posesivo que resucita la vida presente y la futura: “Señor mío y Dios mío”.



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