A veces duele

A veces duele recordar quién somos. Es difícil hacerse una composición de lugar divagando sobre qué nos trajo hasta aquí. Cuesta reencontrase con aquella España franquista que nos hizo odiar hasta el infinito las dictaduras, y huir en pos de horizontes de libertad. Los últimos días en aquella patria ya tan lejana no fueron precisamente fáciles. Sin embargo, una vez en el avión que nos llevaba a Venezuela, empezamos  a respirar otro aire. Aquí podíamos escribir , y pensar, y hablar, sin ser perseguidos, y  así fue como empezamos a  amar esta tierra  que nos dio lo que nuestra patria de origen nos había negado.

 

Al principio era algo  nuevo, insólito, más allá  de cualquier sueño, pues tras cuarenta años de dictadura, la libertad era como  el más preciado juguete, algo  impensable. Veiamos con asombro la  convivencia entre adecos y copeyanos, masistas y comunistas,  sin que ello enturbiara la  amistad entre unos y otros.

 

Y nos acostumbramos a  esa forma de vida, la mejor posible dentro de las diferencias.  Y de la costumbre surgió la indiferencia. Ese era nuestro  mundo y así seguiría siendo.  Y no supimos ver que esa indiferencia nos ahogaba en un mar de corrupción.

 

Un día alguien dijo “por ahora” y creímos despertar. Y como tantos otros acompañamos ese sueño. Lo arropamos, lo defendimos, creyendo ciegamente que estábamos ante una nueva Venezuela: un reto para todos, en el que la justicia sería la bandera que ondearíamos con orgullo, donde no habría que preguntarse –con permiso de William  Ojeda- cuánto vale un juez. El país soñado con oportunidades para todos. El país rico, que sabría distribuir su riqueza entre sus hijos y quienes-aún no siéndolo por nacimiento- habíamos escogido este lugar como el más idóneo para desarrollar todas nuestras esperanzas.

 

A veces duele darse cuenta de los errores cometidos. Comprender que el remedio fue peor que la enfermedad. Asumir que ayudamos a crecer a un monstruo que, paso a paso, ha ido cercenando todos nuestros resquicios de libertad. Nos encontramos en un país en que cualquier ciudadano puede ser imputado del más horrendo crimen, en base a testimonios sin ninguna credibilidad, y sin   ninguna posibilidad de defenderse frente a un poder judicial totalmente arrodillado ante el Líder Máximo. Y  eso, sin hablar del crecimiento de la pobreza, del desempleo, de la errática política internacional, del regalo de nuestras riquezas, ¡de la desesperanza!


Es frustrante reconocer que huimos de una dictadura para terminar en otra.  Y no es cuestión de ideologías: la España franquista era de derechas, mientras que esta Venezuela de hoy se proclama de izquierdas. Pero dictadura es dictadura, no importa cuál sea su signo. Cualquier régimen que coarte la libertad individual – el bien más preciado después de la vida- debe ser condenado y combatido hasta el último aliento.



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