Murió ayer 23 de julio en su casa de Llanes, rodeado del mismo silencio con el que siempre prefirió trabajar. Asturias despide a un presidente que no gritaba, no posaba y nunca olvidó que antes que gobernante fue maestro.
Por [nombre del periodista]
El mar estaba en calma la mañana del miércoles 23 de julio, como si la bahía de Llanes, al pie de los cubos de Ibarrola, supiera que se apagaba uno de los suyos. A los 69 años, tras meses de batalla discreta contra un cáncer de páncreas, Antonio Trevín Lombán, expresidente del Principado de Asturias, exalcalde, exdiputado, delegado del Gobierno y, sobre todo, asturiano sereno de los de antes, murió en su casa. No pidió homenajes, ni discursos, ni micrófonos. Pidió quedarse, como siempre, cerca de los suyos.
La noticia fue confirmada a media mañana. El Gobierno del Principado, que hace apenas tres meses le había concedido la Medalla de Asturias por su "trayectoria ejemplar al servicio de lo público", decretó tres días de luto oficial. Las banderas ondean desde la madrugada a media asta. Y el jueves, entre las doce del mediodía y las ocho de la tarde, una capilla ardiente instalada en la sede de Presidencia, en Oviedo/Uviéu, va a permitir que la ciudadanía pueda despedirse del hombre que jamás necesitó alzar la voz para que su autoridad se sintiera.
Un presidente improbable
Trevín accedió a la Presidencia del Principado en 1993, tras la abrupta caída de Juan Luis Rodríguez-Vigil por el llamado escándalo del "petromocho". Era entonces un alcalde de Llanes conocido por su gestión meticulosa, por su defensa del urbanismo racional y por una educación profundamente humanista. Doctor en Geografía, maestro por vocación, llegó a la política grande sin codazos ni ambiciones desmedidas. Y eso lo convirtió en algo raro: un presidente improbable, sobrio, con chaquetas discretas y mirada de profesor que nunca dejó el aula del todo.
Estuvo poco tiempo en el cargo —de 1993 a 1995—, pero dejó huella. Fue un tiempo de recomposición institucional, de devolverle dignidad al cargo y de mostrar que se podía gobernar sin estridencias. Luego regresaría a su querido Llanes, del que fue alcalde en dos etapas, y más tarde asumiría responsabilidades nacionales: delegado del Gobierno en Asturias entre 2004 y 2011, y diputado tanto en la Junta General como en el Congreso de los Diputados.
Siempre cerca, nunca ruidoso
En tiempos en que la política se mide en fotogramas virales, Trevín era un verso suelto. No buscaba cámaras, sino consenso. Escuchaba más que hablaba. Se tomaba el tiempo de saludar con calma, caminar sin guardaespaldas y explicar con paciencia el porqué de cada decisión. En Llanes le recuerdan con cariño quienes fueron sus vecinos, sus compañeros de partido y sus críticos. Porque no era un hombre perfecto, pero sí uno profundamente justo. Nadie, ni siquiera sus adversarios más duros, le discutía la honestidad.
Fue miembro del PSOE desde 1982, donde formó parte del llamado "clan de los maestros", un grupo de profesores que entraron en política movidos por el deseo de construir una España más justa y moderna. Su compromiso con la educación pública, el municipalismo y la defensa del medio rural fue constante.
La enfermedad y la despedida
El cáncer fue diagnosticado a finales de 2024. Él mismo lo comunicó en enero de este año. Dijo que lo enfrentaría “con serenidad y la misma entrega con la que he afrontado todo en la vida”. Se apartó poco a poco de la primera línea, pero no del todo. Mantuvo su actividad política hasta hace apenas unas semanas, como concejal en el Ayuntamiento de Llanes. Solo sus más íntimos sabían cuánto le dolía el cuerpo. Pero jamás dejó que se le notara.
Murió en su casa, sin ruido, como vivió, acompañado por su familia. Y desde ese mismo instante, comenzaron a llegar los homenajes. Adrián Barbón habló de “un ejemplo de entrega silenciosa”. La Federación Socialista Asturiana lo definió como “una figura decisiva en la modernización de Asturias”. Y cientos de personas anónimas, en redes sociales y en los portales de los pueblos, simplemente dijeron: “era buena gente”.
El legado que no se mide en escaños
Antonio Trevín no dejará tras de sí frases grandilocuentes, ni teorías políticas, ni revoluciones de plató. Deja algo más difícil de encontrar: la memoria de lo decente. De quien sirvió en todos los niveles posibles —profesor, alcalde, presidente, delegado, diputado— sin perder nunca la compostura, sin olvidar nunca que el poder solo tiene sentido si mejora la vida de los demás.
A partir de mañana, su nombre quedará ligado oficialmente a la Medalla de Asturias, pero ya lo estaba, desde hace mucho, al respeto silencioso de quienes saben distinguir entre el político y el servidor público. Y en ese paisaje verde que tanto amó —ese oriente asturiano de caliza, mar y vacas— quedará también su rastro, en las decisiones que tomaba sin ruido y en los caminos que ayudó a abrir.