Entre cánticos, lágrimas y promesas, una ciudad entera volvió a abrazarse a sí misma: "Volvimos"
Oviedo, 22 de junio de 2025.
A las 18:04, cuando el sol aún mordía las fachadas del casco antiguo, alguien en la plaza del Ayuntamiento levantó a su hija sobre los hombros y le dijo al oído:
—Mira bien, porque esto… esto no pasa todos los días.
La niña, con una camiseta del Real Oviedo dos tallas más grande, no apartó la vista del balcón. Ahí arriba, recortado contra la luz y el murmullo, Santi Cazorla cogía el micrófono con manos temblorosas. No eran nervios. Era emoción. Era vértigo. Era el momento de su vida.
Abajo, una marea azul. La gente no cabía. No en la plaza, no en Uría, no en sí misma. Gente abrazándose sin conocerse, con la cara pintada, con los ojos brillando. Había padres llorando delante de sus hijos, abuelos con la radio pegada a la oreja como si aún estuvieran en los 80, chavales cantando como si no hubiesen vivido más que este ascenso.
Y entonces sonó.
“Volveremos...”
Lo empezó un grupo, lo siguieron cientos. Y cuando Cazorla lo entonó desde arriba, fueron miles. El himno de Melendi se convirtió en la banda sonora de una redención. El canto de los que aguantaron años de barro, de Segunda B, de domingos sin tele. Una generación que no había visto a su equipo en Primera y otra que pensaba que ya no lo vería más.
Y volvió. Y volvieron.
El capitán de las cosas imposibles
Santi Cazorla no habló como un capitán. Habló como un hijo. Con la voz quebrada. Con las palabras justas.
—Oviedistas, hemos sufrido mucho... pero hoy es un día para disfrutar, y eso nadie nos lo va a quitar.
Desde el balcón, dominaba la escena como si estuviera en el centro del campo. Controlaba los tiempos, calmaba la euforia, mandaba más que el propio alcalde. De hecho, el alcalde no pudo hablar. Los abucheos eran tan rotundos que solo la voz de Cazorla pudo abrir paso.
—Hacedme caso, por favor... escuchadle —dijo.
Silencio. Silencio en la plaza. Como en los segundos previos a lanzar un penalti. Y entonces el alcalde soltó la bomba:
—Quiero que la Plaza de América pase a llamarse Plaza de América–Santi Cazorla.
Estallido. Gritos. Lágrimas.
No era una exageración. Una señora que llevaba un escudo cosido al bolso desde los tiempos del Tartiere viejo se persignó. Un tipo con una cerveza en cada mano se la tiró por encima. A propósito. “Esto hay que bautizarlo bien”, gritó.
Una fiesta sin hora
Las banderas ondeaban desde los balcones, las bufandas se alzaban como antorchas en procesión laica. Por la calle Uría no se podía caminar, solo flotar, zarandeado por una multitud que coreaba “¡Hala Oviedo!” como quien exorciza fantasmas. Las tiendas cerraron antes. Los bares no dieron abasto. Los altavoces del Ayuntamiento lanzaban una canción tras otra y cada una era coreada como un himno de guerra y de ternura.
El ascenso era una excusa. Lo real era la catarsis.
Paunovic, prudente entre el caos
El míster, Veljko Paunovic, no disimulaba la emoción. Se asomó al balcón y le tembló la voz.
—Lo que hemos sentido este año ha sido único. Solo quiero daros las gracias.
Y ya dentro, en el salón de Plenos, donde la solemnidad intentaba imponerse, repitió una frase que parecía querer poner los pies en la tierra:
—El año que viene, a mantenerse.
Pero ni él mismo se lo creía. El suelo estaba tan lejos como el césped del Bernabéu.
¿Y el futuro de Santi?
Todos querían saberlo. Todos le preguntaban lo mismo.
—¿Te quedas?
Y él, con esa sonrisa que siempre parece que va a romper a reír o a llorar, contestó sin responder:
—Lo importante ahora no soy yo. Lo importante es que este club ya está donde se merece.
Quizás por eso el anuncio del cambio de nombre no sonó a homenaje, sino a justicia. Una plaza para el que volvió cuando todos se fueron. Para el que lo dio todo por nada. Para el que dijo "volveremos"... y volvió.
Y ahora, ¿qué?
Ahora vendrá la Liga. El calendario. Las ruedas de prensa. El VAR. El mercado.
Pero ayer no era día para eso.
Ayer Oviedo fue una ciudad enamorada de sí misma. Una ciudad que se miró al espejo y se gustó. Una ciudad que se recordó de Primera.
Ayer Santi Cazorla no solo fue futbolista, ni símbolo, ni capitán.
Fue calle, fue plaza, fue himno, fue lágrima. Fue Oviedo.