La atracción que emana del canalla es una constante en la vida del espectador a la hora de tomar partido. La épica del traidor, las triquiñuelas del cobarde o la habilidad del topo han sido tradicionalmente más populares que la entereza del héroe, la belleza del espadachín de la reina o la rectitud del sheriff. Sólo la buena mezcla de ambas condiciones supera la pasión maniquea, pongamos como ejemplo al gran William Munny, de y por Clint Eastwood, en ‘Sin perdón’. En épocas de zozobra, este tipo de afinidades exculpatorias, este modo de evadirse de los tornados y las inundaciones, tiende a extremarse hasta elevar a los villanos a la condición de héroes. Los mejores relatos se traman en la realidad, así que es normal que cuando ésta es rotunda cualquier episodio adquiera tamaño de aventura. Italia encontró el otro día en el capitán Francesco Schettino el mejor sustituto de Berlusconi como malo nacional y en el naufragio del ‘Costa Concordia’, el mejor guión adaptado de la temporada. Sin embargo, cuando todo parecía apuntar al linchamiento definitivo del capitán bellaco como enemigo público número uno, la jueza Valeria Montesarchio convirtió a Schettino en un personaje ambiguo, digno de potencial admiración: el capitán infame no se fugará porque se quedó en la costa de la isla de Giglio toda la noche, viendo cómo se hundía el Concordia, y porque está fuera de quicio. Mucho que envidiar mientras sólo tengamos para el pim pam pum a personajes de la estofa de El Cantante, El Príncipe, El Bigotes o El Trajes.