Las lagrimas del emperador Adriano

Hace años, numerosos ya  – tal vez demasiados – comenzamos  a rellenar cuartillas, renglones en donde destellaba  nuestras imaginaciones interiores que en muchos casos no han sucedido nunca. Era joven,  y la luminaria interior  se reflejaba en nosotros con  la fuerza de un friso de cristal de cuarzo.

Los primeros escritos férvidos, vehementes, intensamente ingenuos, se perdieron. Si algo  hay  certero en nosotros, es el  poco apego al pasado, no obstante en alguna parte, entre las rugosidades de la piel, hay cicatrices que -  si se remueven- lastiman.  Tampoco el tiempo hace mella en nuestra piel. Suelo,  sí, sollozar  con frecuencia;  no son lágrimas, es un vapor empapado  colgando de los ojos y que nos hace ver las objetos vidriosos. Sucede  frecuentemente ante el infortunio de un amigo, o  una simple escena de apego recordado,  cuando los vientos del norte de nuestra tierra cantábrica, parecen acarrear con sus  murmullos disipadas melodías. Me levanto del reclinatorio donde estoy.  Dejo de borronear,  y camino a envolverme en las brumas del balcón del hogar, en la Valencia mediterránea en que ahora poseo mi verdadera duermevela.

La noche se ha disipado,   y con ella las colmadas de reminiscencias. Llega el día. Frente a nosotros, tomando forma, creemos ver al emperador Adriano,  cuya vida he vuelto a repasar en las páginas Marguerite Yourcenar.

Hace  unos días regresé de un viaje a las ruinas en Tivoli. Siempre que tengo ocasión de ir a Italia, acudo  ineludiblemente  a la isla de Capri  y  allí,  al encuentro de la deseada  Villa Adriana.

Al emperador lo contemplo viejo; más que eso, envejecido. Pasea ensimismado y adolorido por las faldas de los Cerros Sabinos. Enterró hace poco el cuerpo hermoso del joven Antinoo, y llora como un niño abandonado en medio de la oscuridad. Su dolor se desnuda como un árbol ante el otoño y siento piedad  al verlo tan afligido. Pienso en lo que puede hacer un balcón solitario en medio de las tinieblas. Uno  termina convirtiendo  la existencia en un murmullo,  o monólogo interior. Escribió  Constantino Cavafis con aflicción helénica:“Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.” Es irrebatible. La vida es un ir  arando en un mar embravecido.

Recuerdo el Cantábrico de nuestra nacencia. El cementerio de Ciares en el Gijón de  la tumba de madre. Lamentarse de los tiempos andados no conduce a nada. Cada día debemos aprender a peregrinar de nuevo. Igualmente a deshojar una flor, o sacudir un amor  dormido entre  las cicatrices entristecidas.  

 

rnaranco@hotmail.com



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