Ramalazos balcánicos

El fin de semana acudí a aún  cine de barrio en la Valencia mediterránea en la que desmenuzo mi exilio interior.

El filme se llamaba “Alexander” - una epopeya pésimamente contada, sobre Alejandro Magno - y el tema me ha traído recuerdos de una tierra balcánica  y el aprecio de sus gentes.

Uno siempre evoca lo poco o mucho que conoce.

No se necesitaba ser experto del tema sino escudriñar las páginas de la historia, ya que en los Balcanes ésta se halla  a flor de piel y crece igual a  la enredadera sobre los muros de un pasado tortuoso. 

Cuenta  el ya clásico libro “Fantasmas Balcánicos”  de Robert D. Kaplan, que el arzobispo Mijaíl, bajo la mirada del Pantocrátor cuya imagen severa adorna la cúpula de muchas iglesias ortodoxas en Macedonia, le dijo:

“Nací en Shtip, durante la esclavitud turca. Mi padre fue alumno de Gotse Delchev. Soy un macedonio de pura cepa. Sé lo que soy. Soy un pequeño gorrión, no soy búlgaro, ni un águila de Serbia.”

 El mitrado ortodoxo recordaría posiblemente el sistema de unión de Grecia, Serbia y Rumania contra Bulgaria y los eslavos de Macedonia.

“Es verdad, por nuestra sangre corre algo de Alejandro Magno. Hemos sido crucificados, como Jesús, en la cruz de la política balcánica... Eso que está usted bebiendo no es ni café turco ni griego, es café macedonio...”

 Y habló del pasado. En los Balcanes el presente malamente  existe, ya que ese tiempo solamente se toma para batallar. Si uno habla con un serbio, turco, albanés, croata o macedonio, siempre será lo mismo: “Aquí, no allí, es donde realmente empezó el Renacimiento de estas tierras”. Da lo mismo que uno escuche al arzobispo Mijaíl, al cardenal Stepinac o a la madre Tatiana bajo los ojos acusadores de un san Juan Bautista transmutado.

 Por eso los Balcanes, aunque ahora estén calmados,  son fuego sin consumir, y en ellos se va del alfabeto cirílico – inventado por Cerilio y Metodio en el siglo IX para traducir la Biblia del griego al eslavo - al monasterio de Grachanitsa en Kosovo, pasando por el de Ohrid en Macedonia. Todo es una larga historia.

 En esas tierras la  realidad era una y siempre está presente, ya que los mapas que Europa entendía bajo sus íntereses, fueron modificados en el correr de los siglos una y otra vez, y lo que parecía una unidad comprensible, se ha ido derrumbando en una catástrofe de hechos, nombres, ruinas, olvidos y muerte.

 Los Balcanes, que en turco significa “montañas”, se extienden desde el Danubio hasta los Dardanelos, desde Istria hasta Estambul, y son una palabra que integra los pequeños territorios de Hungría, Rumania, Yugoslavia, Albania, Bulgaria, Grecia y parte de Turquía, aunque ni a los húngaros ni a los griegos les gusta ser incluidos bajo esa etiqueta. Es, o fue, una dinámica península  poblada por gentes despiertas que comen alimentos pigmentados, beben licores fuertes, se visten con trajes llamativos, aman y matan con facilidad y muestran un talento espléndido para iniciar guerras.

Occidente poco imaginativo ante esa tierra perseverante y a su vez despedazada, los mira de arriba  a abajo con secreta envidia. Carlos Marx los llamaba “basura étnica”. Yo los idolatro.

En esos surcos he visto una heredad de ramalazos fuertes, hombres y mujeres bravos, entregados con  absoluto valor a defender su libertad.



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