Discriminación salarial

Vivimos en una sociedad de paradojas, de contrastes, de fariseísmos. Reaccionamos con extremada virulencia contra tópicos creados por determinados medios y movimientos y aceptamos con normalidad y resignación contenida hechos extravagantes.

La muy manida discriminación salarial entre hombres y mujeres es buen ejemplo de ello. Se nos quema la boca clamando contra esta suerte de sexismo porque nos llegan machaconamente informaciones reafirmando la existencia de este trato desigual.

Inicié mi vida profesional desempeñando las funciones de jefe de personal, primero de la Diputación Provincial de Asturias y, después, del Principado de Asturias durante un período total de 15 años y, por ello, participé en multitud de negociaciones y manejé cientos de convenios colectivos.

Jamás vi una tabla salarial, o una definición de pluses o incentivos que implicaran, directa o indirectamente, una discriminación cuantitativa entre hombres y mujeres. Mantengo relación cordial con sindicalistas de la época y cuando sale este tema a relucir los invito a que me ofrezcan un ejemplo concreto con plasmación escrita, sin haber obtenido hasta el momento resultado positivo alguno.

Dado que toda actividad laboral cae sobre la órbita aplicativa de algún convenio, es jurídicamente imposible que tal segregación tenga manifestación práctica y, si la tuviere, duraría lo que tardara un juzgado en dictar sentencia.

La Constitución y toda su normativa de desarrollo es clara prohibiendo todo tipo de discriminación.

¿No hay, por tanto, discriminación salarial?

Entre hombres y mujeres, no, al menos por escrito.

La verdadera discriminación salarial se produce entre la clase política y el resto de los trabajadores, pero este hecho inequívoco, palpable y flagrante, lo aceptamos con cristiana resignación.  

El ejemplo más claro, por la evidencia con que se manifiesta cada día, nos lo proporcionan las Cortes Generales, Congreso y Senado. Diputados y Senadores llevan tres meses sin dar un palo al agua y van camino de seguir sin trabajar durante un período similar, lo que no ha sido óbice para que desde el mismo día de su toma de posesión se les hayan acreditado puntualmente sus retribuciones. Pero la desfachatez no se queda ahí. Se han apresurado a registrar los miembros de la Mesas de las Comisiones, aún conscientes de que no comenzarán a trabajar hasta que se inicie la Legislatura, con el único propósito de comenzar a percibir los pluses que implican tales cargos.

Con todo el respeto que me merecen las instituciones, esa circunstancia es claramente discriminatoria para cualquier trabajador y, más singularmente, para los empleados públicos. Siempre he defendido que la clase política debe merecer el mismo trato que el resto de los empleados públicos, porque, en puridad es lo que son.

Los empleados públicos, en sentido estricto, acceden a tal condición mediante la participación en competiciones abiertas con otros ciudadanos en las que se garantiza el mérito, la capacidad y la igualdad. Los políticos acceden al empleo público a través del principio electivo. Ambos sistemas, mérito y capacidad en el caso de los funcionarios, y sufragio, en el caso de los políticos, están recogidos en la Constitución, en sus artículos 103.3 y 68 y 69, respectivamente.

La Administración Pública es una maquinaria en movimiento permanente por lo que la toma de posesión del empleado público genera inmediatamente la obligación de trabajar. En el caso de las instituciones no ocurre así. Solo la elección de presidentes posibilita que el engranaje político pueda funcionar. De ahí que el derecho al devengo de los salarios debiera estar supeditado al buen fin de la elección, lo que, por otro lado, sería un estímulo para no dormirse en los laureles. Debe evitarse que la clase política haga suyo el eslogan: «No cobro por lo que hago, cobro por lo que soy».    



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