Junco roto

Estuvo en los recovecos venezolanos  que humedecen las inmensas costas caribeñas Diego Armando Maradona. Antaño ídolo del balompié y en la actualidad  artefacto tronchado, enfermo y cada vez con menos luces en el intelecto. De lo que fue en el césped ya no queda nada, tal vez anécdotas marchitas.

 

Fue recibido con honores por el presidente Nicolás Maduro. Se presentó con los labios pintados de rojo. Otras de sus extravagancias.

 

Maradona es hoy   una especie de cromo caduco, un ser que ha dilapidado su vida una y más veces. Nunca asimiló el triunfo, se embelesó en demasía con la las lisonjas, dejándose arrastrar sin cortapisas en el mejunje de los vapores alucinógenos.

 

 Fue llevado a Cuba con el deseo de aliviarle sus males. Fidel Castro  lo usó, igual que las autoridades políticas y deportivas de Argentina, pero nunca se le curó;  le dejaron  hacer en la isla lo que bien le apetecía. Se pasaba noches completas  en las discotecas de La Habana o en bacanales privadas, siendo  arrebatado de esos tugurios al alba como un saco de desperdicios y depositado en un psiquiátrico un par de semanas.

 

Uno siente lastima. En el fútbol fue uno de esos genios que la propia naturaleza moldea a su semejanza, es decir con truenos, relámpagos y algún que otro remanso de armonía.

 

No era un dios en el sentido mitológico del concepto, pero se acercaba. Los que le han visto jugar con esa habilidad innata para producir goles, lo siguen idolatrando.

 

El Pibe en el césped, con un balón entre sus piernas arqueadas, era algo sobrenatural; después, en el labrantío humano, barro mal cocido. Y es que los fetiches suelen  volverse seres caprichosos, y aún estado además bañados en multitudes, se hallan solos en su interior. Son hojas resbalosas del frondoso árbol de la vida.

 

“Diego era una pelota” y lo que parece un requiebro, es simplemente el reflejo de su composición como hombre. El Pibe debería haber tenido un balón en sus ojos y un cerebro que le  ayudara a distinguir entre lo conveniente y  lo incorrecto.

 

El muchacho nacido los arrabales de  Río de La Plata y que llegó a conseguir para Argentina en  1986 una  Copa del Mundo, fue un meteorito en lo que a buen fútbol se refiere. Tardará en nacer, si es que nace, un jugador de esa categoría, al que sin embargo una vida extravagante le llevó al submundo de la droga del que parece que le está costando salir.

 

Su palmarés es de los que se admiran desde el primer momento y se recuerda por décadas.

 

Vino el Club de Fútbol Barcelona, y en 1984 fue transferido al Nápoles por una cifra astronómica para aquellos días: de 10 millones de dólares. Hoy se pagarían cien o más.

 

Con la presencia de Maradona en el fútbol italiano, el “Napoli” obtuvo el título de la liga, la copa de la UEFA,  y ya en el año 1990, otra vez el campeonato.

 

A partir de ahí llegaron las persistentes caídas. Pasó al Sevilla de una forma muy accidentada y regresó a su Argentina amada. Aquí tampoco las cosas, a razón de los estupefacientes, le fueron bien, y aún así seguía arropado de una afición fiel que intentó comprender su problema y ayudarlo en lo posible.

 

Su mal no ha sido otro que el no saber asimilar y  administrar la idolatría que sentían hacia  él los fanáticos. Tuvo que padecer muchas desilusiones. Estaba construido solamente para jugar al fútbol, pero ante la vida era débil y manejable como solitario junco.


Lo hemos escuchado hablar – mejor babear – en la televisión venezolana. Daba pena. Era un junco quebrado.



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