Hablar de Dios

Desde que hace más de 3.000 años surgió en el monte Sinaí la idea de un Dios único, la frágil estructura espiritual  de la raza humana se ha convertido en un foco que fracciona a muchos y llena de goce a los más.  Y ante las dudas y certezas  existentes desde entonces,  Paul Sartre dijo: “El hombre está condenado a elegir”. Antes,  Nietzsche lanzó un manotazo: “Dios ha muerto”.

 

Y en eso estamos.

 

Ignoramos si el Señor de los Diez Mandamientos se abre en los albores del presente  siglo  XXI con más vehemencia sobre el alma de los creyentes; no obstante parece existir  una predisposición hacia la fe, ya sea ésta partiendo de la Biblia, el Talmud o el Corán. Las tres creencias monoteístas nacidas de un mismo tronco llamado  Moisés.

 

Señaló Paul Johson -  el escritor católico inglés con el que comparto numerosas actitudes, entre ellas   redactar columnas, el poco apego a los deportes, la negación de buena parte de la actual pintura moderna, los conciertos vocingleros del pop, y el  no haber podido jamás terminar de leer “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust,  ni el  “Ulises” de  James Joyce – “que las perspectivas de Dios al principio del siglo son excelentes; es más, podría terminar siendo su siglo”.  Tal vez esté en lo cierto.

 

 Durante buena parte del siglo  XIX y casi todo el XX adorábamos el progreso. “Era – cuenta  el autor de “Tiempos modernos” – real, visible, rápido y benéfico. Pero se detuvo bruscamente en la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. La razón humana entendió que el progreso le había decepcionado. Se volcó a la ideología: comunismo, fascismo, freudismo y sistemas de creencias aún más oscuros. El siglo veinte fue la era de la Ideología, tal como el diecinueve lo fue del Progreso. Pero la Ideología también defraudó a sus simpatizantes”.

 

Es posible que Dios, que debió luchar para sobrevivir en el siglo pasado, llene el vacío en el actual, y se convierta en el heredero residual de esos titanes muertos, el Progreso y la Ideología.

 

  Ante esto, André Malraux podía tener razón cuando decía que el siglo XXI será el de la religión o no será en absoluto.

 

 En “Cruzando el umbral de la Esperanza”, el papa  Juan Pablo II  escribió: “La fe es una gracia divina; pero también la razón de un don divino”.

 

 Al ser uno cristiano a la  viejo usanza, seguimos atados  al “Diario de un cura rural” de  George Bernanos. A semejanza del joven sacerdote Ambricourt,  nos sentimos  incapaces de enfrentarnos al mal que vive dentro de nosotros, y aún así,  deseamos descubrir que la grandeza de Dios se refleja en los más humildes, esos miles de desheredados que sufren en carne viva la peor crisis económica de los últimos 30 años en España.

 

Estas Navidades cientos y cientos de hombres, mujeres y niños se volcaron para hacerles a los excluidos una fiesta solidaria.  La bondad hacia los otros, los que sufren,  se halla más renacida que nunca.

Mi persona cree en Dios  debido a la poco escolástica razón de que mi madre, todas las noches, le rezaba, y yo sigo el mismo sendero. A lo mejor no es fe y sí amor materno. Me agrada pensar que es lo mismo, una atadura interior entre ella y yo,  el verdadero cordón umbilical que nos  unirá más allá de la solitaria tumba donde se halla en el Cementerio de Ciares,  en el Gijón de nuestra nacencia.



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