Sentencia “doctrina Parot”: Emocionalmente dura, jurídicamente irreprochable

 

La sentencia dictada por la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos con ocasión de la demanda presentada por Inés del Río Prada, en la que se considera que ha habido vulneración del artículo 7 (no hay pena sin ley) del Convenio Europeo de Derechos Humanos, y que desde el 3 de julio de 2008 la privación de libertad de la demandada no es regular y vulnera el artículo 5.1 (derecho a la libertad y a la seguridad) del citado convenio, conocida en el lenguaje vulgar como la sentencia que anula la denominada “doctrina Parot”, ha sido recibida con indignación por la clase política, por la ciudadanía y, en menor medida, por el Poder Judicial.

                   El Tribunal Europeo de Derechos Humanos fue creado en el Convenio de protección de los derechos humanos y libertades fundamentales, ratificado por España en 1979, con el fin de asegurar el respeto a los derechos reconocidos en dicho convenio referidos al derecho a la vida, prohibición de la tortura, prohibición de la esclavitud y del trabajo forzado, derecho a la libertad y a la seguridad, derecho a un proceso equitativo, no hay pena sin ley, derecho al respeto a la vida privada y familiar, libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, libertad de expresión, libertad de reunión y de asociación, derecho a contraer matrimonio, derecho a un recurso efectivo, prohibición de discriminación, prohibición del abuso de derecho y límites a la aplicación de las restricciones de derechos, es decir, todo un compendio de los derechos humanos básicos.

                   En el caso de Del Río Prada, el tribunal considera que la “doctrina Parot”, instaurada por sentencia del Tribunal Supremo de 28 de febrero de 2006, vulnera el principio Nulla poena sine lege al considerar que antes de dicha sentencia, cuando se condenaba a una persona a varias penas de prisión y estas se acumulaban, las autoridades penitenciarias y judiciales españolas habían seguido la práctica constante de aplicación de las redenciones de pena sobre el límite máximo de treinta años y no sobre cada una de las penas pronunciadas en las distintas sentencias de condena separadamente. El propio Tribunal Supremo había seguido esta interpretación en una sentencia de marzo de 1994.

                   Esta práctica, pacíficamente admitida hasta la sentencia de febrero de 2006, benefició a numerosos reclusos que, como en el caso de Del Río Prada, habían sido condenados en virtud del Código Penal de 1973. Por tanto, Del Río Prada tenía derecho a confiar en ser tratada de la misma manera, es decir, que el alcance de la pena que le había sido impuesta tendría una duración efectiva máxima de treinta años de prisión, y sobre esos treinta años debían aplicarse las redenciones de pena por trabajo.

                   La aplicación de la “doctrina Parot”, construida por el Tribunal Supremo por sentencia de 28 de marzo de 2006, a las condenas subsiguientes a ocho procedimientos penales distintos impuestas a Del Río Prada entre los años 1998 y 2000, considera el Tribunal de Derechos Humanos que ha privado de efecto útil a las redenciones de pena a que tenía derecho por la práctica seguida en los años a que se referían las sentencias recaídas en el período 1998-2000, por lo que se ha vulnerado el artículo 7 del convenio en el que se recoge el principio consustancial a un Estado de Derecho de que no hay pena sin ley.

                   Cabe preguntarse entonces: ¿por qué el Tribunal Supremo construye la “doctrina Parot” en sentencia de 28 de febrero de 2006 y la aplica con efectos retroactivos vulnerando otro principio también consustancial a un Estado de Derecho y de especial aplicación en los procedimientos penales, cual es el de la irretroactividad de las leyes y de las sentencias y disposiciones cuando estas produzcan efectos desfavorables a los interesados?

                   Quizá el Tribunal Supremo quiso dar un giro en la interpretación que hasta entonces se venía haciendo y pasar factura, aunque diez años más tarde, de uno de los asesinatos de más repercursión mediática de la banda terrorista, la de quien fuera Presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente.

                   Este y otros crueles acontecimientos pesaron, sin duda, en los magistrados del Tribunal Supremo, que fueron incapaces -y lo entendemos- de sustraerse a la recomendación que el ilustre procesalista Muratori dirigía a los jueces en el sentido de que cuando se les presentara alguna causa debían desnudarse enteramente de todo deseo, amor y odio, temor o esperanza, debiendo sondear su corazón para ver si en él se ocultaba algún impulso que no respondiera exclusivamente a la indagación indiferente de los hechos. El juez –y en este caso el autor de la recomendación era Calamandrei- debe adoptar una actitud de serena imparcialidad, como el científico en su gabinete de trabajo.

                   Los magistrados del Tribunal Supremo buscaron por la vía del atajo una satisfacción humana aplicando la técnica de Maquiavelo: cuando el acto acusa, el resultado excusa, pero la misión de los jueces no es ejercer la venganza social. El propio Tribunal Supremo, en sentencia de 5 de octubre de 1879, ya se cuidó de decir que “Nadie obra en cumplimiento de un deber, sino dentro de la ley”.

                   Dura lex, sed lex (La ley es dura, pero es la ley), y la ley, por dura que sea, exige respetar el principio nulla poena sine lege y la irretroactividad de las disposiciones desfavorables.

                   Consecuentemente, por más que nuestras conciencias chirríen de enojo, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos es impecable, jurídicamente irreprochable, y a salvo de que ha beneficiado a delincuentes peligrosos, violadores y asesinos que no han mostrado arrepentimiento alguno, debemos congratularnos de que exista un tribunal garantista de los derechos de las personas, por emocionalmente duras que sean sus decisiones.

                   Si a alguien hay que reprochar dejadez y laxitud en este caso es al legislador, que pudo haber modificado el Código Penal de 1973, al hilo del incremento de la actividad terrorista de ETA, para dar sede legal a lo que acabó siendo una mera interpretación jurisprudencial, pero, como afirmaba el clásico, la fecundidad irresponsable del legislador, que se ha ocupado de legislar sobre todo lo imaginable menos sobre lo necesario, esteriliza al jurista.

                   Suele afirmarse que la justicia es lenta, y los hechos lo demuestran. Contrasta la rapidez con que las instancias judiciales han ejecutado la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en unas horas) y la lentitud exasperante que demuestran en otros asuntos de cuya resolución están pendientes ciudadanos honrados que se han visto sorprendidos en su buena fe por actuaciones fraudulentas (preferentes).

                   ¿Quis custodiet ipsos custodes?Los tribunales velan por que los demás cumplamos la ley, pero ¿quién puede obligarles a ellos a cumplirlas? En este caso, por más que nos duela, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

 



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