¿Politización de la justicia o judicialización de la política?

 

Si la pregunta se hiciera en forma de test, habría que reservar una casilla que asumiera como respuesta válida “ambas afirmaciones son correctas”.

¿Politización de la justicia?

Sin duda alguna.

 

El sistema de designación de los Magistrados del Tribunal Constitucional, del que es corolario la condición de ex afiliado del PP de su Presidente, el de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, de los Jueces y Magistrados para cargos orgánicos y, especialmente, la elección de los Magistrados de designación autonómica (se convierte a un licenciado en derecho en Magistrado a través de una votación política y el elegido juzga a quienes lo eligieron), dan fe de que la política penetra con especial fuerza en el poder judicial.

 

Hace unas fechas, el Magistrado de la Sala de lo Social y Catedrático de Derecho Civil Eduardo Serrano, en una entrevista realizada con ocasión de su jubilación, manifestaba “Si la gente supiera cómo funcionan en Justicia los nombramientos, nos quemaban vivos”.

 

En realidad, salvo el caso de los Magistrados de designación autonómica que deja en pañales aquella famosa frase de Jean-Louis de Lolme “el Parlamento lo puede todo menos convertir al hombre en mujer”, es éste un fenómeno muy extendido en Europa, del que no se salva ni el Tribunal Constitucional alemán. La politización de la justicia y, en especial, la constitucional, es un fenómeno vinculado a su propio nacimiento.

 

¿Judicialización de la política?

Sin duda alguna.

 

Máxime en este momento histórico en el que se mantiene un pulso permanente entre los jueces y los políticos, al que ha reaccionado con especial fuerza el Ministro Gallardón con una reforma agresiva del Consejo General del Poder Judicial a través de la que pretende recuperar el poder de tracción de ese tren desbocado al que estaban subidos, en ocasiones sin demasiado control, determinados jueces con aspiraciones mediáticas.

Cierto que asistimos a una expansión de la ilegalidad en la vida pública que viene afectando desde hace años a la Administración Pública, al sistema bancario, al empresariado, a los partidos políticos y, al mismo tiempo, a ciertos sectores de la población ligados a la política por tupidas relaciones clientelares e implicados de distintas maneras en casos de corrupción.

 

Cierto, también, que tras la fachada del Estado de Derecho se ha desarrollado (en palabras de Ferrajoli) un infraestado clandestino con sus propios códigos y centros de poder ocultos, en contradicción con todos los principios de la democracia, desde el de legalidad, al de publicidad y transparencia.

Cierto, por último, que se percibe una fuerte demanda social de legalidad que parece debe encontrar eco y ser satisfecha por esa magistratura independiente.

 

Pero también lo es que al socaire de esta exigencia colectiva muchos jueces, desconocidos hasta entonces por sus aportaciones al mundo del derecho, han saltado al firmamento de las estrellas y se afanan en continuar en él aún a costa de pervertir los procedimientos (el Juez Elpidio Silva acaba de ser sancionado, entre otras cosas, por incumplir el deber primario, legal, ético y de respeto hacia los demás de cualquier miembro de la judicatura: la motivación de sus resoluciones). Otros, dejan de lado su papel de instructores y se convierten en acusadores y, ya se sabe “el que tiene al juez como fiscal, necesita a Dios como defensor”.

 

En todo caso, entre un mal político y un mal juez, nos quedamos con el político. Al menos, podemos votarlo cada cuatro años.

 



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