Aroma lacerado

Los largos años  vividos  en esas  tierras sorprendentes de América del Sur mojadas en las aguas color turquesa  del Caribe, nos han enseñado que existen suturas diferentes en los cuerpos de las mujeres mestizas  a las que uno ha ido cautivando, la mayoría,   sin ellas saberlo.

 

La cicatriz de la violencia, las provocadas a cuenta de la cesárea y esas que apenas  musitan,  guarnecidas entre de los senos  donde quedó varado un amor como arpón ballenero traspasando el corazón sin romperlo, aunque vaciándolo de sangre.

 

Tantas cicatrices diferentes hay en  los cuerpos de las mujeres encalladas en nuestro anhelos, como gotas de  lágrimas en unos ojos cegados que   miran sin ver entre la espesa calina del alma.

 

 ¿Y nuestras propias y recónditas cicatrices? Por los momentos solamente cortas heridas, nada profundas, roces de sueños frustrados, afanes hechos vapor, querencias disimuladas, ternuras  no llegadas a cuajar en la mirada… pero están ahí, envueltas en brisa candente, esperando el instante preciso en que deberán enfrentarse por sí mismas a la existencia desarropada.

 

 Cuando ese día llegue, y parece estar cercano - no en el tiempo sino en los arreboles del aliento-  comenzaremos a registrar nuestras  propias suturas en el luengo pergamino del Debe y el Haber  sobre el  camino andado.

 

Ese  es un vademécum que cada uno de nosotros debemos llevar. La vida no es solamente la sensación de estar, sino la imperante necesidad de ser si nos atenemos a  Martín Heidegger… “Ser uno mismo es cargar con la desdicha y la bancarrota del otro”… o la otra, la mujer adherida a un costado de la piel entreabierta.

 

Cerrada la cuartilla, vamos al balcón de la vereda. La noche es más oscura si cabe. De una cercana  ventana  llegan las notas de “El Danubio azul” de Johann Strauss. En ese apartamento vive un matrimonio con una adolescente hermosa que aún no contabiliza cicatrices.

 

Un día Pablo Neruda, regresando de su destierro en  la Isla de Capri, hizo escala en Viena y visitó los aposentos del compositor. En el  libro de las distinciones escribió:

 

 “Viejo vals, estás vivo latiendo suavemente no a la manera de un corazón enterrado, sino como el olor de una planta profunda, tal vez como el aroma del olvido”.

 

Uno sabe, siguiendo los pasos del poeta de Isla Negra, que en cada hombre o mujer hay supuraciones  laceradas, que si uno las roza  con los dedos de las manos  a pesar de los años trascurridos,  escuecen,  punzan, lastiman… Son las estibaciones de los afectos idos saliendo a nuestro encuentro antes de que se conviertan en efluvio traslúcido o expiaciones desgarradas en los calados abiertos  de los recuerdos.

 

Alfonsina Storni lo vislumbró  antes que los hombres cuando aprendió temprano la  angustia de llorar.

 

“Y el llanto fue la llama que / secó mi blancura / en las raíces mismas del árbol / sin brotar, / y el alma está candente de / aquella quemadura. / ¡Hierro al rojo de mi vida! / ¿Cómo puede durar?”.


Lo supo el viento cómplice del Sur y guardó sepulcral silencio.



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