Carnaval

La violencia es intrínseca al ser humano, estamos construidos de levadura mal fermentada. Son cuantiosas  las personas que sienten placer en hacer daño y otras  desarrollan la necesidad de  producir dolor a sus semejantes.

 

Las alegrías y penas van juntas, son hermanas siameses. Lloramos de placer de la misma forma que lo hacemos ante una angustia u ahogo interior.

 

 De esto el Marqués de Sade sabía en demasía. El director del grupo teatral de Hospicio de Charenton con cuyos residentes  ensayó la mayoría de sus obras, recubrió los instintos sexuales con argumentaciones políticas y científicas, y no le faltaba lógica, ya que  hacer la guerra y el amor, son las actividades humanas  más notorias.

 

 Las fiestas de Carnaval es un cuadro en el que se reproducen hasta el más mínimo detalle las descerrajas teorías del placer y el dolor, la miseria y la riqueza bajo el clima apabullante de una bacanal pasmosa donde todo parece estar permitido.

 

La farsa es el triunfo de la pasión ante la muerte. Si en lo religioso la fecha marca el comienzo de las prohibiciones, en lo mundano es lo contrario: regodeo desenfrenado. A lo mejor alguien lo llama lujuria.  Uno añadiría: deseo consumado, esencia de vida cara a las azules aguas del Atlántico o, aquí cerca de nosotros, sobre el Caribe, con Curazao ardiendo en festejo y Cumaná o Río Chico deleitándose, con estilo tropical, en las lejanas saturnales.

 

 La fiesta del Rey Momo,  tal como la conocemos en la actualidad, es un producto de la Edad Media.

 

 Al comienzo, el término designaba los días que precedían a la penitencia previstos en el cristianismo. Había la prohibición de comer carne, beber vino o salir de noche, a no ser de visitas a las iglesias y, en contrapartida,  se creó una  hermandad bajo el estandarte del goce sin freno.

 

El viejo jolgorio ha venido a menos, con algunas excepciones que mantiene su esplendor suntuoso. En medio, únicamente los niños siguen con la inocente acción de una pequeña trasgresión reflejo de un pasado  que fue esplendorosamente crápula.

 

Hay un relato -  “Máscaras venecianas” - construido de forma agraciada en la pluma  Bioy Casares, donde  se hace las mejores descripciones de esta algarabía, en la que antifaces, desfiles, bailes y aparatosos banquetes, forman en conjunto  la lindeza mundana del espectáculo.

 

 Entre las ciudades de nuestros recuerdos, solamente la de los Vénetos - llamada a partir del siglo XII República Serenísima o la de las Mil Caras -  con sus góndolas, sus  plazas igual a  malecones renacentistas,  la urbe tan amada por Thomas Mann o el cineasta Visconti, cuando llegan estos días cuaresmales, se trasforma en  crisálida y se vuelve pagana, bacanal, risueña y… excelsa como ninguna otra urbe.


 Aquellas antiguas ceremonias romanas en honor de Baco y la diosa Cibeles,  o las fiestas celtas del muérdago,  se colman de comparsas, desfiles y cientos, miles, de las más hermosas máscaras que la imaginación haya podido  crear.



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