Papeles amarillos

Entre doblados y pajizos papeles, encontré una carta de madre llegada de España. Durante los años de emigrante en Venezuela – han sido más de media vida – mis pertenencias personales, las atadas a cada uno de los sentimientos de los cuales estoy forjado, se han ido perdiendo y, con ellos, las ataduras más hermosas de mis recuerdos.

 

Cuando murió, yo estaba lejos, en Isla Margarita cara al mar caribeño de las mil aventuras.  No la pude acompañar camino del serpenteado cementerio de Ceares, ese sendero tantas veces cruzado a la sombra de los erguidos  y solitarios cipreses,  recogiendo moras, cardos en flor, luciérnagas, grillos, saltamontes verdes  y maderas secas para ir amontonándola en el desván en espera del inclemente invierno.

 

Miro la carta y creo sentir su aliento. Tardaba días en finalizar una cuartilla. Aparte de la vista, ya adormecida por la pesadez de los años, el reuma le fue comiendo las articulaciones de sus dedos hasta convertirse en un sacrificio tomar la pluma. Así con todo, lo hacía. Tenía el espíritu de forjado de la posguerra civil. No me habló de  su dolor hasta años después cuando las cartas se habían esparcido en el tiempo. Le pregunté la razón.

 

Lo recuerdo como si fuera ahora. Hacía unos 20  años que no volvía al hogar. La contemplé inclinada, sus pesares hondos se habían introducido sobre su piel ahora seca y hendida de arrugas. Tomé sus manos, la apreté fuertemente contra las mías, las subí a los labios y las besé con una ternura infinita. Aquellas manos, soporte de mi existencia, se estaban volviendo de piedras.

 

Con ellas madre me ayudó en largas noches a curar una tosferina; agarrándolas, caminé por las calles de nuestra ciudad provinciana, al colegio interno empujado de pobreza. Un día, esas mismas manos largas, transparentes, comenzaron volverse un manantial de venas hinchadas; las sentí  cuando en el malecón del puerto de El Musel despidió mi primera partida que el tiempo se encargó de hacer casi eterna. Y esas mismas manos, sobre huesos traspasando la piel, se hicieron ellas mismas un mar de lágrimas en el momento de ser detenido a razón de unos escritos dolientes y punzantes que a ella tampoco le agradaron.

 

En lo profundo de su alma, madre nunca quiso que fuera escritor, le parecía un sacrificio doliente. Decía no leer  mis escritos, pero cuando meses después de su muerte puede ir al pueblo marino de mi nacencia y colocar unas hierbas frescas sobre su tumba, al abrir, en la casona solariega destartalada, un cajón del viejo aparador en donde amontonaba sus pocos recuerdos, vi atados y clasificados, docenas de artículos míos.

 

Supe que se pasaba en la mesa de la cocina casi hasta el alba, leyendo y releyendo los papeles de un hijo, “con la carne  llena de calentura”.


Ahora una de sus misivas lejanas está entre mis manos. En ella hay un grito, una llamada, la cadencia de que un día, ya no tan lejano, iré hacia ella  convertido en polvo de estrellas.



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