El tiempo de quita y pon

Entre que vana cambiar la hora y la polilla se me ha comido la pechera de un jersey, estoy bordeando la tristeza hermana, invento de mi amigo Alfonso Albalá, que se le ocurrió llamar hermana a la tristeza cuando ambos compartíamos mesa sin mantel y tienda de campaña en el campamento de la Milicia Universitaria, allá por los años cuarenta, que ya ha llovido. Luego, Alfonso se hizo poeta, allá en su tierra de Extremadura, y después, por desgracia, se murió demasiado joven. Hace poco, gracias a los buenos oficios de otro amigo extremeño, conseguí un ejemplar de su obra poética, recuperé allí el sonido de su voz, siempre un poco cansada como de nostalgias, su calma paciente de cuando soñábamos que íbamos a cambiar por lo menos una pizca el mundo a mejor porque éramos tan jóvenes.

La polilla, dice siempre mi mujer, se come la lana cuando la guardas sucia. La lana, en efecto, la guardas, sin mirar, cuando afloja el invierno y cambian la hora. Sigo, por cierto, dudando de que esto de cambiar la hora, pasito adelante, pasito atrás, todos los años, sirva para mucho más que para darnos más clara noción de la efimeridad del tiempo, puesto que siempre parece, cuando vuelven a cambiarla, que fue ayer cuando dieron el pasito contrario.

El jersey, semicomido, al destierro y la hora al reloj. Esta vez toca devolver la que dormimos de más hace unos meses.

Por algo llenaban las abuelas sus armarios enormes de bolas y olor de naftalina. Y llegaba el momento de ponerte una pieza de las reservadas y salías oliendo gloriosamente a naftalina, que debe ser algo así como oler a polillas muertas. Se me ocurre que si yo fuese fabricante de lanas o vendedor de jerséis, tendría un criadero de polillas, un vivero, como los hay de peces y de animales en peligro de extinción, para que los consumidores, esa curiosa invención del siglo de las compras compulsivas y los grandes almacenes, plagados de técnicos especialistas en inducirnos a comprar todo lo que de momento no necesitaríamos, tuviesen que renovar la lana, ya que sólo las ovejas lo hacen sin el menor esfuerzo, por lo menos una vez al año.

¿Dónde van, por dónde pasan, de dónde vienen, las horas, que, como las olas de la mar, vienen y pasan y la playa y la mar, impertérritas, quedan, como si no hubiera pasado nada, pero un pelín más allá, camino del fin del mundo y de los tiempos?

Ponemos y quitamos horas y parece que no ocurriese nada. ¿Pasa una hora, si yo giro las manecillas del reloj hacia delante y doy, con la mayor, una vuelta completa a la esfera? ¿Y si el reloj es de mentira, como esos que venden en escondidos antros, imitación perfecta, tente mientras cobro?

-Niño, no juegues con el reloj, que podrías estar gastando el tiempo.

Y el niño, que acaba de leer a H.G. Wells por primera vez, sonríe y me dice que con rara astucia estaba girando la aguja hacia atrás, ganando tiempo al tiempo, retrocediendo hasta la pintura rupestre y los poblados lacustres.



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