Por primera vez en la historia de la democracia española, un fiscal general del Estado comparece ante el Tribunal Supremo como acusado. Álvaro García Ortiz afronta desde hoy un juicio por revelación de secretos, un proceso que pone a prueba no solo su carrera, sino también la confianza en las instituciones judiciales y la resistencia política del Gobierno de Pedro Sánchez.
Un arranque sin precedentes
A las diez de la mañana, el Supremo abrió las puertas de su Sala de lo Penal para iniciar una vista que se prolongará hasta el 13 de noviembre y en la que declararán más de 40 testigos entre fiscales, periodistas, agentes de la UCO y responsables administrativos. Siete magistrados —presididos por Andrés Martínez Arrieta— serán los encargados de dictar sentencia en un proceso inédito en democracia.
El ambiente en el edificio era de solemnidad y tensión. García Ortiz, que acudió sin renunciar a su cargo, entró en silencio, flanqueado por sus abogados, sin hacer declaraciones. Dentro, la lectura del auto de apertura de juicio oral marcó el tono: un fiscal general, en calidad de acusado, escuchando los cargos en su contra.
Qué se le imputa
La acusación sostiene que García Ortiz habría permitido —o incluso ordenado— la difusión a medios de comunicación de un correo confidencial remitido por el abogado de Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso. En ese correo se reconocían irregularidades fiscales y se proponía un pacto con la Fiscalía para evitar un proceso penal.
Según el auto, existen indicios de una vulneración del secreto profesional y de la confidencialidad procesal, aunque no se ha acreditado una orden directa de filtración. Aun así, las acusaciones consideran que el fiscal general abusó de su posición institucional y dañó el derecho a la intimidad de un ciudadano con el fin de “proteger la reputación del Ministerio Fiscal”.
Las penas que se solicitan
Las acusaciones popular y particular piden para García Ortiz entre cuatro y seis años de prisión, así como hasta doce años de inhabilitación para ejercer cualquier cargo público. También se plantean sanciones accesorias por infidelidad en la custodia de documentos y prevaricación, en caso de que el tribunal aprecie intencionalidad.
Por su parte, la Fiscalía —que no se ha inhibido del caso— reclama la absolución total, argumentando que “no existe prueba directa” y que no se vulneró ningún secreto protegido legalmente, ya que el contenido del correo, afirman, “ya había sido parcialmente difundido por la propia defensa”.
Qué consecuencias tendría una condena
De ser condenado, el fiscal general no podría continuar en su puesto. La inhabilitación conllevaría su cese inmediato mediante Real Decreto y abriría un proceso urgente de sustitución. También quedaría afectada su posición dentro de la carrera fiscal, con posibles consecuencias disciplinarias.
Además del plano jurídico, una sentencia condenatoria provocaría una crisis institucional sin precedentes. El Gobierno tendría que justificar la elección de su sustituto en plena tormenta política, mientras la oposición exigiría responsabilidades al presidente del Gobierno por haber mantenido en el cargo a García Ortiz pese a su procesamiento.
La lectura política del caso
El juicio llega en un momento especialmente delicado para el Ejecutivo. En medio de la parálisis del Consejo General del Poder Judicial y las tensiones con la oposición, este proceso reactiva el debate sobre la independencia del Ministerio Fiscal y la supuesta “politización” de los altos cargos judiciales.
En la Moncloa, la orden es guardar silencio y respetar los tiempos del Supremo, aunque fuentes del entorno del presidente insisten en que “no se trata de un caso político, sino jurídico”. Sin embargo, la oposición ya ha anunciado que utilizará cada paso del proceso para cuestionar la imparcialidad del Gobierno en los nombramientos judiciales.
El juicio de García Ortiz se ha convertido, así, en una batalla simbólica entre dos visiones opuestas: quienes lo ven como víctima de una ofensiva mediática y quienes interpretan su caída como prueba de que “el poder también puede ser juzgado”.
El poder ante el espejo
Esta mañana, el silencio en la sala era casi religioso. El fiscal general, acostumbrado a dictar instrucciones y defender la acción del Estado, se sentó frente al tribunal como cualquier ciudadano, con el rostro tenso y la mirada fija en el estrado.
Afuera, decenas de cámaras captaban el momento. Dentro, los magistrados repasaban documentos y el país entero contenía el aliento. No era solo un juicio contra un hombre: era una prueba para el propio sistema judicial.
El eco de las palabras del presidente del tribunal al abrir la sesión resumió el clima del día:
“Aquí se juzgan hechos, no instituciones. Pero los hechos, a veces, sacuden a las instituciones.”
Y con esa frase, España entró en un terreno desconocido: el del poder sentado en el banquillo, mirándose al espejo de su propia justicia.
