El caso de Oviedo revela una grieta silenciosa: basta una denuncia infundada para arruinar una vida, y el tiempo judicial no devuelve lo perdido
Durante más de dos años y medio, un hombre de 93 años vivió desterrado de su propio hogar. No por un embargo, ni por una deuda, ni por una orden judicial firme. Fue una denuncia falsa —interpuesta por su propio hijo— la que lo expulsó de la vivienda donde había pasado casi medio siglo junto a su esposa, de 91 años, enferma y bajo curatela.
El Tribunal Supremo acaba de poner fin a esa pesadilla, al confirmar que el anciano tiene pleno derecho a regresar a su casa y ordenar el desalojo inmediato del hijo, que la ocupaba sin título alguno. La sentencia, fechada el 13 de octubre, desmonta una historia de abuso, engaño y manipulación en el seno de una familia ovetense, y deja al descubierto una realidad incómoda: en España, arruinar la vida de alguien es a veces demasiado fácil.
Una casa tomada
El hijo, que había regresado de Marbella en 2018 alegando no tener medios y la intención de cuidar de sus padres, terminó adueñándose del domicilio familiar, según recoge la sentencia. El padre relató un ambiente de violencia psicológica y control, que incluyó la presentación de una denuncia de agresión sexual contra él, supuestamente cometida sobre la madre enferma.
La denuncia fue archivada sin recorrido y en el propio atestado policial se reflejó que el hijo “presentaba síntomas claros de haber consumido alcohol”. Pero el daño ya estaba hecho: la acusación provocó que el anciano abandonara su casa por miedo y vergüenza, acogido por una hija mientras su hijo se quedaba en la vivienda.
A partir de ese momento comenzó un infierno legal: un padre que pedía volver a casa, un hijo atrincherado y una justicia que tardó más de dos años en restablecer lo evidente.
El Supremo restituye la lógica
El Juzgado de Primera Instancia número 3 de Oviedo ya había ordenado en 2023 el desahucio por precario, reconociendo que el hijo no tenía ningún derecho sobre la vivienda. Pero la Audiencia Provincial revocó la sentencia, al entender que el padre no podía actuar solo en defensa de los bienes gananciales por la situación de curatela de la esposa.
El Tribunal Supremo, en una resolución firmada por la magistrada María de los Ángeles Parra Lucán, corrige ese criterio. Afirma que el esposo sí estaba legitimado para defender el domicilio conyugal, en virtud del artículo 1385 del Código Civil, que permite a cualquiera de los cónyuges proteger los bienes comunes.
El fallo, firme, ordena el desalojo del hijo y condena al pago de las costas de las dos primeras instancias. Además, subraya que la convivencia familiar nunca ampara el abuso y que, aun si la entrada del hijo fue tolerada, “esa tolerancia puede revocarse en cualquier momento”.
Un espejo de lo que no funciona
Más allá del caso concreto, esta sentencia expone una fractura del sistema judicial español que empieza a ser demasiado habitual: la facilidad con que una denuncia —aunque luego se archive— puede cambiar el destino de una persona durante meses o años.
En este caso no había pareja en conflicto, sino un hijo que utilizó el mecanismo penal para lograr un fin patrimonial. Pero el patrón es similar al que se ve en procesos de separación, herencias o cuidados de mayores, donde el uso instrumental de denuncias provoca efectos inmediatos —expulsión del domicilio, medidas cautelares, estigma social— que tardan años en revertirse.
“El problema no es que haya muchas denuncias falsas, sino que las pocas que hay son tremendamente eficaces para causar daño”, señalan juristas consultados por Asturias Mundial.
Según datos del Consejo General del Poder Judicial, solo el 0,008 % de las denuncias por violencia de género acaban siendo condenadas como falsas. Pero los expertos reconocen que muchas no se investigan por la dificultad de probar la intención de mentir. Y mientras tanto, la persona acusada ya ha perdido su hogar, su reputación o, como en este caso, sus últimos años de tranquilidad.
El coste invisible del abuso
En Oviedo, el anciano ha ganado el pleito, pero ha perdido tiempo, salud y familia. Su esposa, enferma y dependiente, vivió alejada de él durante más de dos años; su hijo, ahora desalojado, deberá buscar vivienda por su cuenta; y el vecindario, que conocía la historia, respira aliviado pero con tristeza.
Este episodio no habla solo de un conflicto familiar: habla de un sistema que no protege suficientemente a los mayores, de una justicia tan garantista que a veces olvida la humanidad, y de cómo el abuso de una denuncia puede ser tan devastador como el delito que nunca existió.
Una lección que debería calar
Casos como este obligan a reflexionar.
El derecho a denunciar es sagrado, y debe protegerse. Pero también lo es el derecho a no ser destruido por una mentira.
Las reformas pendientes no pasan por recortar garantías, sino por agilizar las investigaciones, activar de oficio la revisión de posibles denuncias falsas cuando un procedimiento se archiva sin pruebas, y proteger a los mayores y dependientes frente a la manipulación dentro de sus propias familias.
En el fondo, la sentencia del Supremo no solo devuelve una casa a su dueño. Devuelve dignidad, sentido común y un aviso claro: el sistema no puede seguir permitiendo que el uso torticero de una denuncia deje a un anciano de 93 años en la calle.
Porque hay heridas que no se curan con una sentencia.
