Un matrimonio obsesionado con la enfermedad aisló a sus hijos en una casa convertida en búnker. Ni escuela, ni luz, ni infancia. Solo fármacos, basura… y silencio.
Tras el umbral del chalé de Fitoria, lo primero que se percibe (según las fuentes consultadas) es el aire: denso, viciado, cargado de algo más que polvo. Una atmósfera turbia, como si la casa respirara por sí sola después de haber estado demasiado tiempo cerrada. La luz apenas entraba. Es ahí donde el horror el horror toma forma.
Tres niños —dos de ellos gemelos de ocho años, otro de diez— encerrados desde diciembre de 2021, sin haber pisado nunca un colegio asturiano. Ni uno solo. Dormían en cunas, usaban pañales, balbuceaban en inglés con una intérprete, y no entendían nada de lo que estaba pasando. Tocaron el césped como si fuera un descubrimiento arqueológico. Les sorprendía la hierba. La hierba.
Sus padres, un hombre alemán de 53 años y una mujer estadounidense de 48 con pasaporte germano, los habían criado en un sistema de aislamiento extremo, convencidos de que el mundo exterior era una amenaza. Y para protegerlos, construyeron una prisión.
El delirio higienista
Al entrar, los agentes encontraron montañas de medicamentos apilados sin orden. Botes de todo tipo. Fármacos ansiolíticos, antidepresivos, psicotrópicos. Se investiga si eran para tratar supuestos trastornos como TDAH o ansiedad de los niños. También los tomaban los padres. ¿Con receta? ¿Desde cuándo? Nadie lo sabe. Pero estaban por todas partes. Como si los frascos pudieran contener la calma, el control, la protección.
Antes de que los policías entrasen en la habitación donde estaban los menores, los padres les colocaron tres mascarillas a cada uno. Como un escudo. Como un ritual. Ella, la madre, compareció ante la jueza aún con la mascarilla puesta. El virus les destruyó la percepción. No salieron del confinamiento. Solo lo ampliaron. Hasta hacerlo total.
Colapso mental
Los expertos que les han evaluado hablan de un colapso psicológico múltiple. De una familia que entró en un bucle de miedo, enfermedad, aislamiento y control. Y de unos menores que han crecido en ese entorno sin referencias, sin vínculo con la sociedad, sin desarrollo cognitivo y emocional. No hay antecedentes de un caso así en Oviedo. Ni siquiera en Asturias.
Cuando los agentes les sacaron, no lloraron. Miraban todo con los ojos muy abiertos. Callados. Expectantes. Como si el mundo fuera algo que acababa de inventarse. Como si nada antes hubiera existido.
Una vecina encendió la alarma
Fue el 14 de abril cuando una vecina avisó a los servicios sociales: "En esa casa hay niños, pero nunca se les ha visto". Desde ese momento se activó la vigilancia. Días observando. Sin señales de vida exterior. Salvo las grandes compras de supermercado. Alguien estaba ahí dentro. Pero nadie salía.
El operativo se puso en marcha el lunes por la mañana. Entraron con autorización del padre. Ella estaba también en la casa. Y allí, en medio de la basura, entre pañales usados, comida caducada y tarros de medicinas, estaban los niños. Una imagen que los agentes no olvidarán jamás.
Justicia sin contemplaciones
El miércoles, el juez dictó prisión provisional, comunicada y sin fianza para ambos progenitores, a quienes se les imputa maltrato psicológico habitual, abandono de menores y retirada de la patria potestad. La Guardia Civil investiga si puede añadirse el delito de detención ilegal.
Los niños están ahora en un centro de menores del Principado, bajo evaluación médica y psicológica. Nadie puede todavía aventurar qué secuelas quedarán. Ni cuánto tiempo necesitarán para aprender a vivir fuera de esa burbuja enferma.
¿Quién los encerró, realmente?
¿Fue la pandemia? ¿Fue la paranoia? ¿Fue una enfermedad mental compartida? Lo que pasó en esa casa no fue solo encierro físico. Fue encierro mental. Una clausura progresiva de la realidad. Un universo distorsionado donde la protección se confundió con el daño.
La sociedad que los acoge ahora tiene una misión: devolverles lo que nunca tuvieron. Tiempo. Escuela. Juego. Contacto humano. Un lenguaje completo. Un mundo al que pertenecer.
Porque la infancia que se apaga en silencio, entre botes de pastillas y miedo al aire, también es una forma de violencia.