El millonario y su mayordomo

Un yate naufragó y se salvaron únicamente el dueño del mismo y su mayordomo. Este desafortunado acontecimiento ocurrió cerca de una isla perdida en el Pacífico. Los dos eran buenos nadadores y consiguieron alcanzar una de sus sucias playas. Tardaron un buen rato en recuperarse del enorme cansancio que les había significado salvarse.

        El hombre rico que llamaba Creso y el nombre de su criado era Modesto. Creso había almacena una enorme fortuna, según él creía debido a su extraordinaria inteligencia. Pero allí en aquella isla que ni figuraba en los mapas, su enorme fortuna no le servía de nada.  

        Creso empezó a quejarse de que tenía frío. Modesto sentía el mismo frío, pero no se quejaba, pues en su pobreza había aprendido a sufrir. Con una navaja multiusos, que tenía, Modesto le sacó punta a un palo y haciéndolo frotar enérgica y rápidamente contra un pedazo de madera también seca consiguió pasado un tiempo sacar una llamita que supo convertir en hoguera.

        Y en ella los dos pudieron calentarse gracias a su maña. Se les hizo de noche y bien cerquita de la hoguera que les calentaba tardaron en dormirse porque Creso se quejaba todo el tiempo de que tenía hambre. Modesto estaba acostumbrado a pasar hambre, no dijo ni pio y no tardó en dormirse.

        Habituado a madrugar y preparar la ropa que debía ponerse el hombre que servía, además de prepararle el aromático baño y los suculentos desayunos, se levantó con el alba y recorrió una buena parte de la isla manteniéndose todo el tiempo muy alerta.

         Finalmente descubrió una madriguera, preparó una trampa consistente en un lazo hecho con una cuerdecita que había construido trenzando hierbas y, cuando salió de la madriguera el primer conejo a buscar su desayuno, tiró rápido del lazo y consiguió atraparlo por las patas. Lo llevó donde estaba su patrón junto a los restos de la hoguera y al que encontró llorando y lamentándose de su mala suerte. Pero en cuanto vio la comida que traía su sirviente dejó de imitar a las plañideras y lo felicitó.  Modesto, sin decir esta boca es mía, le quitó la piel al conejo y se puso a asarlo.

         Cuando lo tuvo terminado, el hombre rico que no le había perdido ojo, había disfrutado el olor a carne asada y se disponía a coger la mejor parte de la presa, Humilde lo detuvo furioso diciéndole:

         —¡Quieto ahí, periquito! Aquí mando yo. Y mandaré de ahora en adelante.

         —¿Y eso por qué? —enojado el que había sido su jefe.

         —Te lo explicaré para que lo entiendas, gilipollas —mirándole con desdén—Porque la riqueza crea infinitamente más estúpidos inútiles que la más profunda pobreza.

        Y a partir de aquel día Creso se convirtió en el mayordomo de Modesto.

 



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